Borges, posiblemente influenciado por el pintor Xul Solar, sospechaba que aquello que llamamos realidad está contaminado o teñido de ficción. Habitamos los residuos de viejas imaginaciones, decía Xul, y Borges trató de demostrar que así era, que las historias nacionales son ficciones, en Tema del traidor y del héroe. En las pocas páginas de aquel cuento plasmaba los engaños y mitificaciones con los que se teje la historia, el lado oscuro que tienen los héroes nacionales, siempre convenientemente maquillado, y además mostraba que las historias oficiales copian los textos teatrales o las historias románticas, con heroínas virginales y villanos saqueadores (que luego deben pedir perdón, por supuesto), propias de la trama folletinesca.
Si resulta fascinante ver a Borges replicando en su cuento la invención de la nacionalidad, lo es mucho más ver a un historiador tomar el caso de un país real para descoser cada una de las tramas ficticias que han dado forma a eso que hoy se vive y se concibe como una realidad indubitable. Es lo que ha hecho Tomás Pérez Vejo en México, la nación doliente, un libro que es de historia y de arte y de literatura, y que habría deslumbrado a Xul y a Borges porque les da la razón: las identidades y relatos nacionales son un invento de la imaginación.
Esa, además de ser la premisa del libro, es una invitación a desmitificar muchos de los tópicos en torno a la conquista y la independencia que torturan al mexicano y al latinoamericano en general. Pérez Vejo va al meollo del asunto. Las naciones americanas, dice, no pudieron independizarse de España por la sencilla razón de que en 1821 no existían ni aquellas ni esta. Ni México ni España, ninguna existía. Los acontecimientos que sacudieron la América Septentrional –así es como se referían a México hasta 1821- fueron el resultado del secuestro, por parte de Napoleón, de Fernando VII y del colapso de la Monarquía hispánica. Ante el vacío de poder, las antiguas divisiones administrativas aprovecharon para declarar su soberanía política.
Fue a partir de ese momento, en 1821, que México empezó a existir, primero como un imperio, luego como una república; y fue a partir de ese instante que tuvo que inventarse un relato que le diera una identidad reconocible, distinta de las otras comunidades humanas. La formalización de la independencia en los documentos no servía de nada si no se seleccionaba un conjunto de símbolos, hechos, interpretaciones, personajes y fechas con las cuales amalgamar una población heterogénea, dándole un sentido de unidad con un origen y destino compartidos.
«La nación mexicana iba a inventarse una herencia con el mundo azteca e iba a designar el pasado prehispánico como el pasado de la nación mexicana»
Esto es lo que investiga Pérez Vejo, la invención de la nación mexicana, un proceso arduo, lleno de disputas historiográficas y guerras civiles, que tomó casi todo el siglo XIX. Y lo hace a partir de una fuente original, los cuadros históricos, la pintura oficial que fue apuntalando un relato donde quedaban resumidos, como si fueran capítulos de un libro, hechos que todo mexicano debía tener en la memoria para sentirse mexicano; esos residuos de viejas imaginaciones de los que hablaba Xul. Una nación, al fin y al cabo, solo existe cuando construye una historia nacional, y durante el siglo XIX la pintura fue su mayor aliada. Los artistas abandonaron los motivos cristianos para servir a esa nueva religión laica que fue el nacionalismo.
Y lo que empezaron a pintar no fue la guerra de independencia, ni el mundo del virreinato, ni el presente republicano, sino el pasado prehispánico. La nación mexicana iba a inventarse un vínculo o una herencia con el mundo azteca, y con ayuda del arte iba a designar el pasado prehispánico como el pasado de la nación mexicana. México no nacía en 1821, decía este relato, existía ya en tiempos de los tlatoanis. Ese fue el discurso histórico, uno de ellos, que se fue inventando desde 1821 y que para finales del siglo se desplegaba con esplendor en los cuadros oficiales. La ficción se mezclaba con la historia y se hacía real, se vivía como algo real: a México, que ya existía en Tenochtitlán, lo mató la llegada de los españoles. Nueva España no fue México sino su lápida.
Otro relato nacional trató de cambiar la historia, fijar el inicio de México en el virreinato y mantener un vínculo con la madre patria, pero después del fusilamiento de Maximiliano en 1867 fue del todo derrotado. España sería desde entonces la némesis de México, una nación doliente que habría tenido una época gozosa con los aztecas, que habría padecido los misterios dolorosos –penumbra, tinieblas- con la conquista, y que habría recuperado su gloria con la independencia.
Lo más traumático de esta historia, y es así como concluye Pérez Vejo, es que este relato es cíclico y cada generación tiene que volver a preguntarse quién es y de dónde viene. Y a cada generación le toca –lo hemos visto ahora con AMLO- descubrir y combatir un opresor que les impide ser lo que son, que los ofende y los insulta y los sume de nuevo entre penumbras y tinieblas. Esa es, también, la constante en toda Latinoamérica: el pasado se vive «como una maldición doliente» de la que sus líderes no se quieren liberar.