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Ampliación del campo de batalla

by Marko Florentino
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En la España de los ochenta, la pertenencia a la izquierda radical comportaba la adquisición de un pack ideológico por el que la abolición (o reforma) del capitalismo a manos del proletariado se entreveraba con la defensa de los derechos de los homosexuales, las primeras expresiones del feminismo de tercera ola, la adhesión a cualquier clase de independentismo que minara España, la solidaridad con regímenes como el castrista o el sandinista, el antiamericanismo, el apoyo a la causa palestina… El número de frentes resultaba más o menos desquiciado en función del octanaje de las siglas, pero si fa no fa la oferta apenas presentaba fisuras, al menos en las cuestiones, digamos, troncales.

Por su parte, la derecha de la época, y me limito exclusivamente a la Alianza Popular de Manuel Fraga, fue contraria a la legalización del divorcio por considerarlo una amenaza para la pervivencia de la familia tradicional, se opuso a la primera ley de despenalización del aborto, aprobada en 1985 por el Gobierno de Felipe González, y que se regía por los supuestos de violación, malformación fetal o grave riesgo de salud física o psíquica para la madre. Sabido es, asimismo, que se mostró recelosa, cuando no abiertamente hostil, a la cooficialidad lingüística, refractaria a la secularización de la enseñanza y, ya en 2005, votó en el Congreso contra el matrimonio homosexual.

Más de cuarenta años después, la izquierda radical sigue abanderando o justificando las mismas causas, con la nauseabunda salvedad de que el principal partido del Gobierno se ha alineado con ellas, ampliando el catálogo en nombre de la moderación. Así, a los hits de sobra conocidos:

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-La izquierda actúa movida por férreas convicciones, mientras que la derecha lo hace por intereses espurios.

-En España urge una derecha civilizada. [Donde ‘civilizada’ significa, en puridad, domesticada, y emerge, aquí, la figura del antípodo de afanes redentores: «Conozco gente que os votaría, pero claro, con personajes como Cayetana se hace muy difícil»].

-Los nacionalismos catalán, vasco, gallego e incluso andaluz son la evidencia acrisolada de que España es un Estado multinacional, en el que la diversidad es sinónimo de riqueza inmaterial. En cambio, la adhesión a la España constitucional en esas mismas comunidades es un acto de provocación innecesario, una forma extravagante de buscarse problemas.

Al mar con los israelíes.

-El apocalipsis climático, cada vez más inminente, tiene su origen en la codicia neoliberal, y sopesar la conveniencia de que las renovables cuenten con fuentes de respaldo fiables, la prueba irrefutable de que existe un fascismo energético ante el que debemos entonar, con brío renovado, «¡No pasarán!».

-La justicia, si no es social, es de derechas.

 El catecismo, decía, ha sido corregido y aumentado desde que Sánchez tomó las instituciones: 

-Oponerse a la normalización de Bildu es propio de cerriles nostálgicos; en cambio, santiguarse diariamente con tres condenas al franquismo es un digno ejemplo de memoria histórica.

El género es una construcción cultural.

-Nuestra agenda del reencuentro incluye a terroristas, a golpistas y, en general, a todo aquel que acredite un cierto grado de hispanofobia, pero no a la fachosfera, por mucho que la compongan más de 11 millones de españoles.

-Los caseros son rentistas sin escrúpulos.

-«No sé por qué dan tanto miedo nuestras tetas» es una sutil conjetura heteropatriarcal.

-Abogamos por la prohibición de los pisos turísticos porque expulsan a los residentes tradicionales de sus barrios, alteran la fisonomía del tejido social e incrementan el precio de los alquileres. [Lo cual no quita que seamos usuarios de pisos turísticos porque es el modo más auténtico de mezclarte con el paisanaje, de ‘vivir’ el tipo de experiencia inmersiva que los hoteles, tan fríos, no permiten.]

-Estamos en guerra perpetua contra el progreso, y en el cometido de alistar a la ciudadanía nada resulta tan eficaz como la semántica belicista: refugios climáticos, espacios seguros, pacificación del tráfico…

Las enfermedades mentales no existen, son una consecuencia del malestar que provoca el sistema, y los tratamientos farmacológicos son una forma de contener e incluso oprimir a quienes las sufren. [En este caso, no obstante, estaríamos ante un revival de la antipsiquiatría.]

 De los principios, ciertamente elementales, porque se conducía la Alianza Popular de principios de los ochenta, no queda uno solo en pie. Lo que a ojos de la izquierda la convierte en incivilizada es, de hecho, su mera existencia.



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