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Cazar al emprendedor

by Marko Florentino
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“Lo único que se puede emprender en España es la retirada”. Me lo decía un amigo colombiano que empeñó buena parte de sus ahorros y esfuerzos emprendiendo algo muy distinto, un pequeño negocio de pastelería, que lejos de ahuyentarlo debía darle arraigo en la madre patria. Pero después de lidiar con las normativas, las inspecciones y las cuotas de autónomo, se despertó un día envidiando, incluso soñando con el paraíso funcionarial. Si no podía resistir a la presión del sector público, mejor unírsele. Aquello de generar empleo y riqueza empezaba a ser un verdadero engorro, y más tentador era imaginar su nombre en las plantillas de Correos, del Ministerio de Igualdad o de cualquier otra institución pública, la que fuera con tal de no tener que preparar protocolos de prevención de acoso sexual ni que disponer de una legión de gestores, incluso de asesores de gestores, con la cual descifrar las normativas, licencias y requisitos que pide o impone la administración pública. 

Emprender un negocio es tan difícil y complicado, supone tanto trabajo y sacrificio, que cualquiera que logre establecerse y funcionar y prosperar, más aún si se trata de un extranjero, merecería el reconocimiento público. Pero eso no ocurre. Este Gobierno se ha caracterizado por despreciar y esquilmar a quien trabaja por cuenta propia, como bien sabe todo aquel que haya tenido que hacer frente a la subida retroactiva de su cuota de la Seguridad Social, o quien haya tenido que devolver las ayudas que recibió durante la pandemia. 

Lo más penoso es que, teniéndolo todo en contra, ahora los emprendedores extranjeros han de temer también a las explosiones de ira y xenofobia que puedan estallar en los municipios españoles. El ataque que sufrió un local de kebabs en Torre Pacheco, regentado desde hace una década por un ciudadano de origen marroquí, es un precedente nefasto. Porque no hay nadie más integrado a la sociedad española que quien cumple puntualmente con sus compromisos fiscales y administrativos y aporta con su esfuerzo al bienestar colectivo. A quien regenta un negocio propio desde hace diez años, perseverando y resistiendo a un clima hostil, no se le puede considerar un extranjero, y mucho menos un enemigo que atenta contra la españolidad o la blancura de la población local.

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“Instrumentalizar políticamente la pobreza y las dificultades ajenas, y convertir a los jóvenes locales en arietes rabiosos de la mentira y la paranoia, no sólo es una vileza. Es la manera más expedita de empequeñecer y denigrar a España”

Destruir el negocio de un inmigrante es echar por tierra un proceso que va mucho más allá de la inversión económica. Es atacar las ideas mismas de integración, asimilación, confianza, vecindad y camaradería que se forja entre poblaciones con tradiciones distintas. Y eso es algo que solo pueden desear grupúsculos decididos a convertir al inmigrante en un enemigo que, así quiera o así se esfuerce, no pueda integrarse. Lo absurdo es que con ello no van a espantar a quien ya lleva diez años viviendo en España, y posiblemente tampoco van a desanimar a quien tenga como ambición buscarse la vida migrando. Simplemente, van a hacer un poco más miserable y difícil la existencia para todos los que viven en los municipios con población extranjera. 

Las comunidades modernas se establecen por asociación voluntaria, no por origen étnico o religioso, y se regulan por la ley, no por la tradición. Quien quiera integrarse a las sociedades españolas, cumpla la ley y haga lo que esté a su alcance para convivir sin fricciones, no puede ser considerado un invasor ni un violador en potencia. Esto es algo que habrá que asimilarlo y pensarlo con calma, sin pasión, odio ni maniobras partidistas, porque la realidad del mundo es que la población europea decrece, la latinoamericana se estanca y la africana se multiplica de manera desbocada. Para 2050 habrá 3,6 africanos por cada europeo, y no es claro que para entonces las condiciones económicas y políticas desvanezcan la idea de migrar de las naciones negras. No hay complots para reemplazar a nadie, solo urgencia por escapar de la pobreza, del autoritarismo y de la presión demográfica. Esto hay que afrontarlo sin cálculo electoralista. Porque instrumentalizar políticamente la pobreza y las dificultades ajenas, y convertir a los jóvenes locales en arietes rabiosos de la mentira y la paranoia, no sólo es una vileza. Es la manera más expedita de empequeñecer y denigrar a España.



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