¿Qué mejor manera de celebrar la Pascua que en la parroquia de la Resurrección del Señor con cuatro niños haciendo la primera comunión? León, Mateo, Sandro y Lea fueron los protagonistas de esta misa para la que don Javier (capellán del Betis además) … pidió «por favor, alegría, que no hay día más bonito que el de la Resurrección» para hacer la comunión, aunque «los padres no quieren más que los sitios estén libres para comer y el cura se tiene que aguantar con poner las comuniones en mayo».
O sea, que la del domingo de Pascua fue una misa de comuniones. Con todos sus añadidos: asamblea desacostumbrada, invitados emperifollados, amiguitos de los comulgantes, recreo en el gesto de la paz y catequistas pendientes de que no falle nada. Al menos, no hubo barullo, que ya es bastante. Pero es imposible hacerse una idea de la vida de la comunidad parroquial en tales circunstancias.
El párroco de toda la vida conoce a los suyos. Y los suyos le conocen a él, con su campechanía («todos estamos ‘mu’ contentos») y su enfática y gesticulante forma de predicar («¿qué hubiera pasado si Jesús no hubiera resucitado? Pues que en Sevilla no habría habido Semana Santa, hubiera sido un fracaso»).
La parroquia se dedicó el 7 de mayo de 1992 y el párroco se hizo cargo de ella hace 28 años. O sea, que todo guardaba ese aroma litúrgico de hace tres décadas: vasos litúrgicos cerámicos, la oración de los fieles convertida en acción de gracias, la doxología final de la plegaria recitada por «todos, conmigo», la renovación de las promesas del bautismo con respuesta en plural («sí, renunciamos», «sí, creemos»), la aspersión del agua bendita con los fieles sentados, la consagración de pie (salvo un grupito arrodillado para el que sobraban dedos de las manos) con morcilla incluida del oficiante, el memento de vivos por «nuestros obispos de Sevilla», la fracción del pan antes de alzar o el padrenuestro sellado con el amén que interrumpe el embolismo. Era como un viaje en el tiempo.
Líbreme Dios de enmendar la plana, y menos al párroco, que conoce a su grey mejor que nadie, pero se hace difícil descubrir el misterio sagrado escondido en cada eucaristía si el oficio se allana por necesidades pastorales. ¡Y los fieles de nuestra época están tan faltos de misterio!
De la homilía, diremos que fue entretenida. Propia de comuniones, claro. Con muchos giros coloquiales para explanar el relato evangélico de la Resurrección, manoteo gestual e interpelaciones infantiles dirigidas a los comulgantes: «Sandro, ¿le vas a pegar más a tu hermana?».
Lo mejor es que se trataba de un mensaje asimilable por la asamblea sin meterse en honduras teológicas: «Alegría por el día en que nos resucitarán. ¿Cuándo? Cuando nos muramos. Ahora estamos en el momento de la espera; mientras tanto, ¿tristeza? No, por favor, ya está bien de tanto llorar los cristianos». Y un mensaje sencillo convocando a cooperar con el Espíritu Santo para crear un orden nuevo: «Ahora es tarea de vosotros trabajar por un mundo mejor donde no haya luchas, ni guerras, ni odios, ni indefensión, ni exclusión, ni pobreza…».
La despedida fue también sui generis, con su mijita de retranca: «Feliz Pascua y que sigáis viniendo a misa». Así sea.