¿Cómo olvidarnos del dolor? Nuestra cultura se ha construido en diálogo con lo incomprensible: ya sea la belleza y el don gratuito del amor, ya su opuesto: el sinsentido de la muerte y la crueldad, agudizado por el paso del tiempo. Sin embargo, en el mundo contemporáneo, el arte y la estética se ven cada vez más reducidos a una cartografía del trauma y de la identidad. Lo que en otras épocas era un campo de exploración formal, un espacio para las indagaciones metafísicas o sencillamente para la búsqueda de lo nuevo, aparece hoy limitado por una lógica política que se alimenta casi exclusivamente del victimismo. Esta visión de la cultura nos enfrenta a una inquietante paradoja: mientras el arte se transforma en un mero reflejo del pasado, ¿dónde queda la auténtica trascendencia? El valor salvífico de la belleza parece relegarse al ámbito político, ¿pero puede la política ser su único refugio?
No ocurría así en el pasado. Pensemos en el arquitecto Louis Kahn, por ejemplo. Para él una casa no era un vestigio de los traumas de sus habitantes, sino un espacio llamado a perdurar, a convertirse en hogar. En su obra –como sucede en la arquitectura blanca de nuestro Alberto Campo Baeza–, la luz se derrama generosamente sobre la piedra, humanizando la geometría. Sus edificios no son un monumento al dolor, sino más bien a la esperanza. De este modo, hurtan al nihilismo su discurso de muerte.
«No se trata de negar la tragedia, sino de impedir que constituya la única medida de lo real, nuestro único criterio»
Consideremos la literatura también, su raro designio de iluminar la realidad con las palabras. Pensemos, por ejemplo, en T. S. Eliot y R. M. Rilke, en Joseph Brodsky y Saul Bellow. Hablamos de grandes nombres del siglo XX. Proust, por ejemplo, no escribe En busca del tiempo perdido sólo para recuperar sus años de infancia y juventud, sino para descubrir en la memoria una estructura de sentido que le permita ordenar el mundo. Kafka, por su parte, no cede a su angustia existencial, sino que transmuta el miedo en una serie de fábulas visionarias sobre la alienación y la burocracia contemporáneas. En ambos casos la herida se encuentra presente, pero no domina al autor ni coarta su verdadera libertad creadora. El arte nos invita a mirar siempre más lejos. Al contrario que la mujer de Lot, su horizonte se proyecta hacia el futuro.
El peligro de convertir la obra artística en una simple prolongación del duelo es que la reduce a un simple espejo de la herida, en lugar de hacer de ella una ventana abierta hacia la comprensión. Hay una diferencia esencial entre recordar y permanecer atrapado en el ayer. La memoria, esencial para el creador, para el artista, no se queda paralizada en el agravio, sino que lo transforma en visión. Rilke hablaba de la belleza como «el comienzo de lo terrible», como algo «que todavía podemos soportar». No es mero esteticismo, porque precisamente en esta tensión, casi insufrible, el arte encuentra su rostro más auténtico.
No se trata de negar la tragedia, sino de impedir que constituya la única medida de lo real, nuestro único criterio. El arte, la gran literatura, la música, la pintura, pueden certificar el dolor del mundo. Pero también nos recuerdan que, incluso en la noche más oscura, hay una luz que sustenta el futuro y la esperanza. Y que representa, además, una de las últimas líneas de resistencia frente al poder del mal en la historia.