Antes desconfiaba de la gente que no bebía alcohol, ahora también desconfío de las personas cuya película preferida es La gran belleza. O son jóvenes envejecidos o son señores ya talludos que no hicieron todo lo que debieron hacer cuando eran jóvenes. La felicidad, me atrevo, es vivir al compás de los años. Ni demasiado lento ni demasiado rápido. Creo que es el gran tema de esa película, el éxito prematuro y la epifanía caduca. Es decir: que los tiempos vayan por un lado y nosotros por el otro.
Pensaba en la película por la descripción que hace de los funerales su protagonista, Jep Gambardella. «Muchos creen que un funeral es un evento casual, sin reglas. Eso no es así. Un funeral es el evento mundano de la alta sociedad por excelencia», dice. Es divertido lo que cuenta. La realidad es menos teatral. La única certeza que tengo sobre los funerales es que nada apetece menos, pero que siempre hay que ir. A las bodas y a las comuniones nos invitan, pero de las muertes uno se entera y decide, íntimamente, si acompañar a la familia en el llanto o resolver el duelo con un afectuoso y breve wasap. Al final va de lo de siempre: dar la cara o enterrar la cabeza.
Cuando uno va a un funeral sabe a lo que se enfrenta: a su memoria, a su fugacidad y al dolor. Es un espacio justamente para eso. Se disfraza de despedida a los muertos lo que es, sobre todo, una reflexión de los vivos. Por eso se bebe tanto en los tanatorios, para poder llevar con dignidad el capricho de la existencia. Su finitud. Y los afectos rotos.
«Se disfraza de despedida a los muertos lo que es, sobre todo, una reflexión de los vivos»
No conozco los protocolos, pero si Pedro Sánchez hubiera querido ir al funeral del papa Francisco, hubiera ido. Más fácil hubiera sido que romper un contrato de compra de balas que va a costar seis millones de euros, lo que equivale a un puñado de trimestrales de IVA de autónomos. Los autónomos son los nuevos linces ibéricos, algo hay que hacer para que no se extingan. Pero ese es otro tema.
El epitafio de este Gobierno debería ser: «Siempre hubo una excusa». Lo peor de las excusas no es decirlas, sino creerlas. Si se te muere la madre tres veces en un mes, el problema lo tiene quien lo da por bueno. Entra las transposiciones europeas, la agenda, la malinterpretación de los periodistas y las mentiras de la ultraderecha, este Gobierno siempre sale de los asuntos sin mácula. Insisto: para quien se lo crea.
Pedro Sánchez no va al funeral del Papa por el motivo que sea. España es aconfesional, según la Constitución, pero la vinculación con la Iglesia Católica va más allá de la fe de cada cual, ahí están los acuerdos con la Santa Sede, que no son precisamente un papelito firmado en una tarde. Y que, por cierto, 44 años después, ningún Gobierno ha pensado en reformular. No ir es el mensaje.
Tampoco fue Pedro Sánchez a los funerales por las víctimas de la DANA. La altura de un político se mide en la incomodidad y no en el aplauso, en la exigencia y no en la dulzura. En los funerales y no en los conciertos, ni en los podcasts. En el abrazo y no en la carta. En los adioses.
«Termina siempre así, con la muerte. Pero antes, hubo vida. Escondida debajo del bla, bla, bla, bla y sedimentada bajo los murmullos y el ruido. El silencio y el sentimiento, la emoción y el miedo», dice en otra parte de la película su protagonista. Hay que vivir con los tiempos. Ahí se demuestra la hondura. Los funerales nunca nos van bien. Pero hay que ir. Ya tenemos una edad. No es el tiempo de los avestruces.
