Por supuesto que Tardes de soledad es una película taurina. No es «neutral», como se ha dicho, por mostrar el dolor del toro. El dolor del toro está integrado en la tauromaquia. La división es la de los antitaurinos, que por ese dolor rechazan la tauromaquia. Lo que no es el director Albert Serra es un aficionado a los toros. Pero ha entendido la fiesta en su totalidad. A mí me pasa igual, en los dos aspectos. Por eso la película me ha conmocionado.
Los antitaurinos, en cierta medida, contribuyen a la fiesta: moral y estéticamente; incluso ontológicamente. Marcan el límite que no se ha de traspasar, el del sufrimiento y la muerte del animal, pero que sin embargo se traspasa. De este modo perturban su estética. Desde un punto de vista superior, indican lo que no debería estar sucediendo. Y, sin embargo, sucede. La tauromaquia sucede, contraviniendo todas las advertencias. Es algo demasiado grande: sublime, en sentido kantiano; también siniestro. Es un resto de barbarie combinado con la más refinada civilización.
Hará como cuarenta años que no voy a los toros ni veo corridas por la tele. Entonces, como estudiante de filosofía, las contemplaba filosóficamente. En verdad, la soledad del torero en el círculo. Afrontando la acometida de la realidad. No sabía de lances ni de suertes, pero apreciaba la compostura en la resolución, con destellos de belleza. Desdeñaba el jaleo, la frivolidad del público, pero entendía que formaba parte de la vida. Al fin y al cabo, era un sacrificio revestido de fiesta. Entre la multitud estábamos, puntos negros, los reconcentrados filósofos: melancolizantes, íntimamente exaltados.
Durante la proyección de la película, en la cueva de Eleusis, lo he vuelto a vivir. Caigo ahora en la diferencia entre la celebración solar de los toros y esta forma de verlos a oscuras, con una plenitud nueva. En un momento me di cuenta de que tenía tensas las manos, y todo el cuerpo. Dos horas con el corazón en un puño: de repente Serra había reinventado también el cine. Desde su punto de vista, este sería el propósito. En los toros ha encontrado la manera de conseguirlo.
«En el toreo puede haber florituras y hasta payasadas, pero incluso en ellas danza la muerte»
Los toros por el cine: la percepción (epifánica) de que se trata de un arte serio. Solo la cuadrilla, al modo de los graciosos de las tragedias de Shakespeare, Lope o Calderón, pone un contrapunto cómico (aunque la del torero Roca Rey no deja de estar admirablemente implicada). Un arte serio: con la muerte depurando. En el toreo puede haber florituras y hasta payasadas, pero incluso en ellas danza la muerte. No caben risas cuando el toro está en la plaza (puede que sí alguna risa nerviosa). Michel Leiris deseó lo mismo para la literatura en La literatura considerada como una tauromaquia.
Víctor Gómez Pin tituló su libro sobre los toros con una expresión de Proust: La escuela más sobria de la vida. (Subtítulo: La tauromaquia como exigencia ética.) El filósofo cita en la Fundación Juan March este pasaje del último tomo de En busca del tiempo perdido: «Afortunados aquellos a los que, por cercana que se halle la una de la otra, les suene antes la hora de la verdad que la hora de la muerte». Al torero esto le ocurre siempre.
Y todo el tiempo en Tardes de soledad, por los prodigiosos micrófonos, la respiración del toro. Su efecto es el del metrónomo de la muerte. Una muerte que tiene la consecuencia inmediata de intensificar la vida. Fiesta, misterio, estímulo nietzscheano, revulsivo para que dejemos de ser cadáveres («cadáveres aplazados que procrean», anotó el Ricardo Reis de Pessoa). Ciertamente, debería estar prohibido.