Estamos obsesionados con diagnosticar nuestra época. ¿Estamos viviendo un cambio de era? ¿O es demasiado pronto para saberlo? Hay una sensación de cambio de ciclo generalizada en Occidente. La segunda venida de Trump ha traído de vuelta los análisis acelerados. Pero van mucho más allá del presidente de Estados Unidos: del cambio climático al desarrollo de la inteligencia artificial, parece que están ocurriendo cosas que no habían ocurrido antes. Vivimos muchas cosas nuevas, y a veces pensamos que nuestra época no tiene precedentes, que nadie nunca antes vivió nada parecido. Es lo que el filósofo Santiago Gerchunoff denomina «provincianismo histórico», la idea de que nuestra época es «terrible y única al mismo tiempo».
Cada vez que se habla de cambios culturales, de avances y progreso, surge un tipo de cínico que, sin necesidad de analizar mucho el presente, dice: «Eso no es nuevo», o «eso ya ocurría», o «la gente ya tenía miedos parecidos hace siglos». Es un automatismo perezoso: ante cualquier alerta de algo novedoso, alguien recuerda que no es tan novedoso. Y entonces no necesita analizar mucho esa novedad. Por ejemplo: el déficit de atención de los jóvenes. Un profesor de una universidad escribe que tiene que reducir el currículo de lecturas porque sus alumnos no consiguen leer libros enteros. Como es un argumento que puede leerse groseramente como «los jóvenes no quieren leer», es decir, los jóvenes de hoy son unos vagos, es decir, los jóvenes de hoy son peores que los de antes, siempre hay alguien que recuerda que Platón ya se quejaba de los jóvenes en el siglo IV antes de Cristo. Supuestamente dijo en una ocasión: «¿Qué les pasa a nuestros jóvenes? Faltan al respeto a sus mayores, desobedecen a sus padres. Ignoran la ley. Se amotinan en las calles, enardecidos por ideas descabelladas. Su moral está decayendo. ¿Qué va a ser de ellos?»
Es cierto que siempre ha existido un choque cultural-generacional: está en la esencia de ser joven desobedecer, ignorar la ley, equivocarse. Pero aplicar siempre esa misma plantilla al hablar de los jóvenes me parece algo muy perezoso: quizá sí que hay algo diferente en los jóvenes de hoy que les está haciendo sufrir de una manera diferente al pasado.
En el debate sobre la atención y las redes se usa mucho esa plantilla. Alguien afirma que no conseguimos concentrarnos por culpa de las redes sociales o los móviles o internet en general. Y entonces surgen voces que, de nuevo, vuelven a citar a los clásicos: también Sócrates en Fedro decía que la escritura acabaría con la memoria de la gente. Hace poco leí que el novelista estadounidense Nathaniel Hawthorne escribió en 1843 en contra de una tecnología novedosa que acabaría con la capacidad de las personas de conversar profundamente con sus semejantes. «Buscarán rincones separados en lugar de espacios comunes. Sus discusiones se convertirán en acres debates, y toda relación mortal se enfriará con una helada fatal». Se refería a la sustitución de la chimenea por la estufa de hierro.
Siempre ha habido agoreros y Casandras. Pero igual de perezoso es clamar el fin del mundo por culpa del progreso como sostener cínicamente que, bueno, que toda la vida hemos pensado que determinados avances cambiarían radicalmente la vida tal y como la conocemos, y luego no fueron para tanto. Porque de pronto llega el momento en que sí son para tanto.