El devastador paso del huracán Helene por el sur de los Montes Apalaches dejó este fin de semana un rastro de muerte y destrucción, además de cientos de personas desaparecidas y aisladas en las montañas, de quienes se esperan noticias desde hace días.
El balance de fallecidos subió este martes a más de 160, haciendo de Helene el segundo huracán más mortal del último medio siglo en Estados Unidos, solo por detrás del devastador Katrina en 2005, que se cobró al menos 1,800 vidas.
El recuerdo de Katrina está muy presente entre los familiares de los desaparecidos o aislados. La llegada de helicópteros militares es constante en el aeropuerto de Asheville, capital de esta, hasta ahora, idílica región del oeste de Carolina del Norte, y recuerda a la tragedia en Nueva Orleans.
Quienes arriban en los pocos vuelos comerciales disponibles desde la reapertura del aeropuerto el lunes, lo hacen con la intención de asumir por su cuenta la misión de socorrer a sus seres queridos, a los que las autoridades aún no han llegado.
“Mi amigo vive en una cabaña aislada en las montañas. Hace cuatro días que no sé nada de él, ni siquiera sé si la cabaña sigue en pie”, comentaba un joven, que no quiso dar su nombre, mientras esperaba uno de los escasos coches de alquiler en el aeropuerto para ir a comprobarlo por sí mismo.
Mónica, en cambio, había logrado comunicarse con su hijo, que estaba bien pero aislado entre carreteras con múltiples árboles caídos y deslizamientos. La mujer, que vive en Asia, llevaba con ella varias bolsas de comida: “No ha comido nada caliente en días”.
Una ciudad apocalíptica
Asheville y las montañas que la rodean son hogar de una comunidad diversa de artistas, cocineros, deportistas y pensionistas, que valoran su belleza y un clima al que se solían referir como ‘refugio climático’ ante las temperaturas extremas.
Pero las lluvias torrenciales que cayeron justo antes de Helene hicieron que la tierra no pudiese absorber el agua que después trajo el huracán y provocaron el desborde del río French Broad, que atraviesa la región, arrasando con las riberas e inundando vaguadas.
Sin agua, luz intermitente, poca cobertura telefónica, todavía menos de internet y un toque de queda de 12 horas, esta ciudad de 95,000 habitantes está hoy paralizada.
“No estamos hablando de días. La gente tiene que hacer planes a más largo plazo”, dijo la alcaldesa, Esther Manheimer, sobre los daños sufridos por el sistema de agua, comparando Asheville con una “zona de guerra”.
Todo está cerrado en la ciudad, excepto algunas gasolineras y supermercados en los que se forman colas similares a las de la pandemia de covid.
Los restaurantes, talleres y galerías de su barrio más famoso, el River Arts District, también el más cercano al río, han vivido una destrucción de la que tardarán en recuperarse.
Un pueblo bajo el lodo
“Este era mi lugar favorito por las mañanas”. Richard se refería así a la cafetería Zuma, de la que quedan poco más que sus cuatro paredes y una camiseta colgada del techo, en la que se puede ver hasta dónde llegó la crecida del agua.
En Marshall, un pintoresco pueblo en una garganta a orillas del French Broad media hora al norte de Asheville, el agua arrasó con absolutamente todo. Con la carretera cortada por la Policía, este martes solo se podía acceder a pie.
Decenas de vecinos y voluntarios, como Richard, con mascarillas, botas y palas sacaban barro fétido y destrozos de negocios y viviendas, mientras otros se encargaban de repartir agua y comida. Luego, máquinas y camiones movían el barro hacia otro lado.
El panorama en este pequeño pueblo, cuya antigua cárcel ahora era un hotel, con cafeterías y restaurantes, ferretería, floristería y oficina de correos, era desgarrador. El antiguo almacén ferroviario, reconvertido en sala de espectáculos, quedó en escombros.
“Si te parece que se ve mal, ayer era diez veces peor”, aseguró el policía que cortaba la carretera, alabando el trabajo sin tregua de los vecinos para, al menos, limpiar su pueblo.