Referirse al misterio del mal significa preguntarse también por su genealogía. ¿Cuál es su origen? ¿Cuándo y cómo el mal se desligó del bien y empezó la hora del Juicio? ¿O fue más bien a la inversa? El filósofo germano- iraní Navid Kermani dedica un capítulo de su libro Jeder soll von da, wo er ist, einen Schritt näher komenn a esta cuestión irresoluble. Allí nos recuerda que los grandes clásicos no nos muestran el mundo tal como debería ser –en una plenitud idealizada–, sino en su crudo realismo: despojado, herido, azotado por el enigma de la Historia. Por debajo de la cultura y de sus realizaciones, se esconde el hedor de la muerte silenciada y de las víctimas inocentes de un poder sin piedad. ¿Cómo ignorar en nuestras vidas el filo del mal, de la pobreza, de la enfermedad, del hambre, de la desesperación o de la guerra? ¿Cómo acallar su clamor tras una retórica de palabras huecas, falsamente embellecidas, vacías de significado?
Los grandes libros se asoman sin titubeos a la presencia del mal y consignan sus huellas sobre la humanidad. El cristianismo supo descubrir en el Génesis el signo de una caída universal, el trauma cósmico asociado al primer pecado. La tradición judía, en cambio, no habla propiamente del pecado ni lo asocia a la caída del hombre; subraya, en cambio, que el Génesis ha llamado «maldita» a la serpiente, pero no a Adán ni tampoco a Eva. Un filósofo del siglo XX, Walter Benjamin, a propósito de una hermosa imagen de Paul Klee (el Angelus Novus), señaló el asombro que puede observarse en el rostro del Ángel de la Historia –o del Tiempo– mientras bate sus alas. Es el viento de la destrucción que acompaña cualquier empeño humano o divino.
De manera similar, Homero reflexiona poéticamente en la Ilíada acerca de la fuerza que todo lo somete a fin de imponer su dictado y de la que ni siquiera los dioses logran escapar. Nona, Décima y Morta eran los nombres de las tres parcas que personificaban el destino de los hombres. En las Eddas nórdicas, también los dioses morirán en el inefable día último del Ragnarök.
El mal danza siempre a nuestro alrededor. Kermani, en el capítulo mencionado, acude a una azora del Corán para explicarnos la caída del ángel Iblis, el diablo según el Islam. Y, para ilustrarlo, recurre a una sugerente interpretación sufí que yo desconocía por completo. Dejemos que hable él: «Iblis fue el único entre todos los ángeles que se negó a obedecer a Dios. Lo hizo por amor. Amaba tanto a su Creador que no podía inclinarse ante nadie más. Por amor a Dios, atrajo sobre sí mismo la maldición divina; por amor fue expulsado del Paraíso; por amor ha vagado por la Tierra, desolado, convertido en demonio».
«El mal, más que una presencia o una realidad, sería la consecuencia de un exceso»
Esta tradición sufí convertiría así a Satán en víctima de un amor excesivo, incontrolado, pasional. El mal, más que una presencia o una realidad, sería la consecuencia de un exceso. El amor necesita el conocimiento y la verdad para ser realmente sanador. Su fuerza desatada, en cambio, puede resultar tan destructiva como un huracán o un seísmo.
Nada de todo ello nos explica realmente la causa o el origen del mal. «El mal, por su misma naturaleza irracional, no es susceptible de explicación», me dijo hace unos meses Erik Varden en una conversación que mantuvimos para la revista Ecclesia. «Nuestra capacidad de razonar –añadió–, el logos que hay en nosotros, trae luz a la oscuridad. Y esa luz posibilita la esperanza». Sin duda, la lección que nos ofrecen los grandes libros es aprender a nombrar con exactitud la realidad, a designar sus gozos y sus sombras, adentrándonos en ese doble misterio que es el bien y el mal y que apunta hacia la infinitud del ser humano.
Situado ante el foco de la verdad, nos advierte el filósofo francés Michel Henry que «lejos de reconocerse como mal bajo la luminaria de esta luz devastadora, el mal le echa la culpa a la luz. Es lo que sucede en el escándalo. El escándalo invierte la situación, no dejando ya que esta luz lo desenmascare, sino que lleva el mal a su límite, de manera que ya no es simple mal, sino la denuncia de la Verdad». Me temo que la Historia nos recuerda esta lección una y otra vez.