Cuando se cumplen 125 años del nacimiento de Luis Buñuel (Calanda, 1900-Ciudad de México, 1983) regresar a su primera película (un cortometraje de apenas 16 minutos), Un perro andaluz (1929), cuyo guion fue escrito junto al entonces gran amigo Salvador Dalí (Figueras 1904- 1989) constituye un viaje no precisamente al pasado, sino a un tiempo indeterminado que fluye en la geografía sin fin de la libertad creativa más absoluta. Contemplar, de nuevo, esos 16 minutos significa, también, preguntarse, en estos desdichados días, si esto hoy sería posible. A menudo la idea de progreso tiende a desinflarse. Con 25.000 pesetas de la muy generosa madre de Buñuel se pudo financiar el filme.
La idea surgió, todo lo cuenta Buñuel en sus extraordinarias memorias, Mi último suspiro (1982), escritas junto a Jean-Claude Carrière, de dos sueños. El de Buñuel, que es como comienza la película: «Un hombre afila su navaja junto al balcón. El hombre mira al cielo a través de los vidrios… Una nube veloz avanza hacia la luna llena. Una cabeza de muchacha con los ojos muy abiertos. Hacia uno de los ojos avanza el acero de una navaja. La veloz nube pasa ahora delante de la luna. El acero de la navaja atraviesa el ojo de la joven y lo desgarra». Un arranque ya mítico en la historia del cine y que, cuantas veces uno lo vea, no deja de estremecerse.
Ya en el Manifiesto surrealista (1924), y en sus aledaños, quedaba la idea esencial: el arte del siglo XX será convulso o no será. El sueño de Dalí aparece más adelante: «La mujer se aproxima y mira a la vez lo que hay en la mano. G:P: de la mano, en cuyo centro pululan hormigas que salen de un hoyo negro. Ninguna de las hormigas cae al suelo». Ambas citas están tomadas de lo que podría ser el texto del guion de Un perro andaluz que Buñuel autorizó su publicación en La Revolution Surrealiste, diciembre de 1929 (Visor Libros como edición no venal, Navidades de 2020).
Es inútil, en la película no hay nada que entender (salvo que uno o dos se empeñen) y hay mucho que sentir. Dejarse llevar por las imágenes, por ese caos maravilloso de imágenes que son como un sueño, una pesadilla, una alucinación y un profundo y memorable juego con el espectador, destrozado, entregado, tal vez muy a su pesar, desde la primera imagen. A partir de ahí, lo que aparezca en pantalla es una sucesión vertiginosa de imágenes que parecen dictadas desde el más allá, o mejor, desde lo más oculto y desasosegador. Provoca, revulsiona, trastorna.
Escribe Dalí: «Un filme que zambulliría a cada espectador en el meollo de su adolescencia, en las fuentes del ensueño, del destino y del secreto de la vida y de la muerte, una obra que rasparía todas las ideas recibidas y que asentaría la prueba de mi genio y el talento de Buñuel».
«Sorprender es el verbo. Rebeldía, la actitud. Directos a romper el relato»
Sorprender es el verbo. Rebeldía, la actitud, directos a romper el relato, la narración, fragmentos que revelan las inmensas capacidades que conviven con la razón. Un visionario como William Blake lo había anticipado unos siglos antes: «Todo lo que es posible creer forma parte de la realidad». Resulta que antes de titular El perro andaluz, Dalí y Buñuel (escribieron el guion en Figueras en menos de una semana) pensaron otros, uno de ellos es deslumbrante: Es peligroso asomarse al interior. Al interior de cada uno, no es una actividad muy recomendable y conlleva ciertos peligros, pero allá cada cual.
Sí, onírico, cruel (ya André Bazin escribió sobre el cine de la crueldad cuyos dos maestros serían Buñuel y Hitchcock), confusión. Las alusiones son múltiples: de la mariposa a la Iglesia, del burro putrefacto al Goya de las Pinturas negras (tan querido por Buñuel a lo largo de su filmografía posterior), de Vermeer a Millet, pero todos surgen de relámpagos, fogonazos, bromas y un sentido del humor que deja al llamado humor negro como un inocente chiste infantil. Lo estalla. Y, para colmo, por si faltara algo, el mayor sinsentido de todos: el título. Por mucho que Federico García Lorca se sintiera aludido, tal y como le confesó a Ángel del Río. Lo cierto es que de tal tristeza surgió uno de los más grandes poemas surrealistas en español, junto a Residencia en la Tierra (1933) de Pablo Neruda, Poeta en Nueva York (1940).
Y así se cerraba el círculo de oro: Dalí y Buñuel firmaban la más surrealista de las películas y Lorca, el más descorazonador poemario. La obsesión, en los tres, como baluarte imprescindible del arte del siglo XX, ese que, ya se ha dicho, sería convulso o no sería. Y lo fue.