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Una dádiva para vascos (ricos), por Félix de Azúa

by Marko Florentino
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Conocí muy bien el caserón del Cervantes, en la Avenue Marceau de París, que el señorito acaba de regalar a los que no quieren ser españoles. Iba yo a dirigir el Cervantes en París durante unos años, pero duré poco. No pude soportar las condiciones en las que estaba el Instituto en 1993.

Cuando llegué se acababa de cerrar la nueva central inaugurada apenas unas semanas antes, pocas manzanas más arriba. La reforma (millonaria, como siempre) no había tenido en cuenta las leyes de seguridad francesas (los franceses son unas nenazas, decían) y en cuanto se abrió el Instituto acudió la policía y lo cerró. Así que hubo que empezar curso en el viejo Instituto de Marceau, casi enfrente de la embajada.

El edificio era (y sigue siendo) un casón pequeñoburgués de un mal gusto oceánico y muy apropiado para el Gobierno vasco o para una cocotte del ochocientos. Eso sí, como Instituto Cervantes era una pocilga. Cuando llegué, la biblioteca, en los bajos, llevaba meses inundada y el hedor a papel podrido mareaba. Fue inútil pedir fondos para secarla.

El caso es que no se había reparado absolutamente nada desde la guerra civil, de modo que, cuando llovía y en París llueve un montón, caían cortinas de agua sobre los alumnos que pretendían estudiar español, o sobre las celebraciones «culturales», la última de las cuales, a base de flamenco y jamón, había supuesto el cierre de la nueva sede.

El personal era ejemplar y siempre se desvivieron para compensar la ruina de un palacete que hoy vale millones por pura especulación urbana. Tratar con la administración española, que ya era la de Felipe, fue inútil. Para empezar, el Instituto era propiedad de tres ministerios, el de Trabajo (¿?), el de Cultura y el de Exteriores. Los tres pretendían mandar sobre el Cervantes y aunque el embajador, Máximo Cajal, era un tipo simpático y honrado, no podía hacer nada contra los elefantes burocráticos enfrentados.

«Nadie atendió a mis llamadas, a excepción de un socialista de Exteriores para pedir que fuéramos a buscar a su sobrinita al aeropuerto»

Pedí unos miles de pesetas, nada, una limosna, para cambiar el sistema eléctrico porque cuando llovía, además de inundar, saltaban chispas del circuito todo él armado de cordón de trapo trenzado y perillas giratorias de loza. Un museo. Fue inútil. Nadie atendió a mis llamadas, a excepción de un socialista del Ministerio de Exteriores para pedir que fuéramos a buscar a su sobrinita al aeropuerto. Ya entonces apuntaba el progresismo.

Cuando menos lo esperaba llegó un envío en enormes cajas precintadas y hubo, en el Instituto, un momento de júbilo. ¡Por fin íbamos a entrar en el siglo XX! El júbilo duró poco. Eran ordenadores y toda su parafernalia. Un montón de aparatos que debieron costar millones, pero que no se podían enchufar a la red, de modo que hubo que guardarlos bajo plásticos.

Tengo un buen recuerdo de los dos años que soporté antes de largarme porque el director de entonces, Nicolás Sánchez-Albornoz, era una buenísima persona a la que habían prometido un puesto mucho más interesante, pero se tuvo que conformar con aquel Cervantes al que cada día llamaba alguien para decir que un cocodrilo se había comido a un profesor o que el director de Atenas o de Estambul se había comprado una avioneta y la cosa no estaba muy clara. Y así siguió hasta que tomó las riendas Jon Juaristi.

Esa pocilga, en la que trabajaba un personal magnífico, es la que ahora, tras invertir millones y más millones en su restauración, ha regalado el señorito Sánchez, no a los vascos, sino a un partido que funciona como una empresa de la oligarquía vasca. Un gesto tan progresista que hará felices a los comunistas que gobiernan con él. Repite la escena que protagonizó el mariscal Pétain cuando, en 1941, le regaló al general Franco la Dama de Elche.





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