Como los altares de muertos en noviembre, como el pozole del 15 de septiembre, como los chilaquiles después de una buena cruda, la polémica periódica con España se ha convertido en una más de las inveteradas tradiciones de México.
En marzo de 2019, a los pocos meses de su llegada al Palacio de Gobierno, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), en un incontenido ejercicio de agustinismo político, enviaba dos cartas, una al papa Francisco y otra a Felipe VI. Sendos documentos seguramente sean, junto con el asesinato de Hitler por parte de Brad Pitt y sus secuaces en Malditos bastardos, uno de los más fabulosos pastiches históricos que se recuerdan.
Allí se denunciaba la «vulneración de derechos individuales» durante la Colonia (como si por entonces hubiera algo de eso) recopilándose el habitual catálogo de «oprobiosas atrocidades». Ya se sabe: la extracción de minerales, la esclavitud, el racismo, la construcción de templos católicos sobre pirámides (cualquiera derriba ahora el templo de la Guadalupe Tonantzin), las encomiendas y un largo etcétera. Nada más español, por cierto, que un memorial de agravios.
Por todo ello se pedía al Rey una admisión de responsabilidades históricas que además tendría lugar en una ceremonia pública y conjunta entre ambos países. No se detallaba si este ejercicio de contrición debía realizarse a la cristiana, qué sé yo, con un cilicio, semidesnudos y bajo el frío, como Enrique IV a las puertas de Canossa, o a la mexica, pasándose una espina de maguey por la lengua o los genitales. Aunque nos podemos temer lo peor.
Con el papa Francisco incluso iba más allá: «Pienso que sería un acto de humildad que la Iglesia reivindicara la gesta histórica del Padre de nuestra Patria», es decir, de Miguel Hidalgo, considerado el primer líder de la independencia mexicana. Maravilloso anacronismo. AMLO pedía una sanción religiosa para su propia teología política.
«Con este calculado gesto, Sheinbaum se coloca —de nuevo— bajo la estela de su predecesor»
El próximo 1 de octubre Claudia Sheinbaum tomará posesión de la presidencia del Ejecutivo de la República Mexicana, a cuya ceremonia no se invitó al rey Felipe VI, jefe del Estado español, añadiendo a los agravios de la Conquista el no haber contestado a la misiva enviada hace seis años. Con este calculado gesto, Sheinbaum se coloca —de nuevo— bajo la estela de su predecesor.
Contra todo esto es inútil recurrir a argumentos de tipo histórico, como muchos de los que hemos podido leer estos días en medios españoles, queriendo compensar con virtudes los agravios del otro lado de la balanza. Que si Bartolomé de las Casas defendió a los indígenas, que si los tlaxcaltecas, ellos sí, deberían pedir perdón, que si Miguel Hidalgo mató a muchos civiles.
Pero la historia no tiene que ver ni con juzgar el pasado, ni con proyectar una moral. El pasado es más bien un país extraño al que debemos acercarnos con el cuidado y la curiosidad de un antropólogo, con el peligro de que, haciéndolo así, quizás todavía podamos aprender algo.
Siempre habrá, claro, aquellos que quieran extraer del pasado los valiosos recursos que les sirvan para sus proyectos políticos en el presente. Pero ahí reside la utilidad de la historia, no en identificarse con lo propio, sino en aprender de lo ajeno, dándonos las herramientas como individuos para defendernos de las utilizaciones políticas del pasado, tengan estas que ver con justificar una invasión, un privilegio fiscal o un agravio diplomático.
«Ni la Monarquía Católica es España. Ni el México de hoy tiene absolutamente nada que ver con los antiguos aztecas»
Digámoslo otra vez. Ni la Monarquía Católica es España. Ni el México de hoy tiene absolutamente nada que ver con los antiguos aztecas. Ni su capital se fundó hace 700 años. Bernal Díaz del Castillo fue tan americano (o tan español) como pudiera serlo Guamán Poma de Ayala. Y ni tan siquiera Miguel Hidalgo fue un líder de la independencia mexicana (su grito fue «¡Viva Fernando VII y la Virgen de Guadalupe!»).
Es interesante, por lo demás, que todo ello se justifique en la elaboración de una nueva y definitiva historia oficial, de un «relato compartido, público y socializado», algo que tampoco se deja de reclamar en Europa. AMLO y Sheinbaum quieren hacer con la historia lo mismo que con su temible y reciente Reforma Judicial, la misma que pone en jaque a la consolidada democracia mexicana: crear una historia o una justicia popular, no es sino crear una historia o justicia afín al gobierno.
Lo dijo una vez el filósofo Odo Marquard, todos estos implacables tribunales de la historia buscan en realidad exonerarse, convirtiéndose en fiscales evitan ser ellos mismos juzgados. La lucha contra los males del pasado no solo sale muy barata, sino que, entreteniéndose en ella, se evita uno tener que pronunciarse sobre los mucho más engorrosos males de la actualidad. Cuando los populistas quieran dirigir nuestra atención sobre el pasado, no debemos apartar la mirada del presente.
Octavio Paz dijo una vez, usando un verso de Juan de Jáuregui, un poeta sevillano de principios del siglo XVII, que la Conquista había sido al mismo tiempo túmulo y tálamo. Y en ese reconocimiento entre escritores de diferente siglo, en ese breve aforismo, encuentra uno más interés y más verdad que en las inútiles polémicas en las que a menudo nos vemos envueltos.
Coda final: Alberto Núñez Feijóo ha decidido enviar un libro a Claudia Sheinbaum. Podría haber elegido uno de Alfonso Reyes, de Céspedes del Castillo, de John Elliot, de James Lockhart, de Juan Villoro o de Carlos Granés. Que eligiera uno de Marcelo Gullo confirma que México y España —en ocasiones para desgracia de ambas— siguen siendo naciones hermanas.