En la avenida Jreshchatyk, en el centro de Kiev, la Guerra Fría nunca terminó del todo. La policía ucraniana vigila a los viandantes sospechosos en busca de informantes rusos, pide documentos, cachea, revisa fotografías tomadas con el móvil. Lo mismo sucede en los trenes, en el metro, en los autobuses. No estamos en el Checkpoint Charlie de Berlín, bisagra entre el mundo soviético y Occidente, pero sí ante su prolongación en el espacio y en el tiempo. La caza de espías, ahora igual que hace décadas, es la principal preocupación de ambos bandos.
Si hablamos de espías, hace 35 años, cuando se fundó EL MUNDO, el Muro de Berlín estaba a punto de caer y un oscuro agente de la KGB destacado en la ciudad alemana de Dresde no pudo evitar asustarse. Escuchaba por radio reportes sobre masas de gente que se dirigían a las fronteras del Oeste y sitiaban las sedes de la Stasi y el servicio secreto soviético, incluyendo el edificio de tres plantas pintado de amarillo en el que este agente trabajaba. Entonces cogió el teléfono para llamar a Moscú y pedir instrucciones. Al otro lado nadie contestó. El espía era Vladimir Putin y aquellos días marcaron el primer acto de la disolución de la URSS dos años después, «la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX», según el propio Putin. Tras una carrera política meteórica a la sombra de un decadente Boris Yeltsin, él mismo ocuparía la Presidencia de Rusia una década después.
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La implosión de la Unión Soviética, que desmoronó el Estado más grande del planeta, acabó también con buena parte de su área de influencia. Polonia, Bulgaria, Hungría, Rumanía, los países bálticos… Los aliados socialistas de Rusia huyeron hacia el otro lado y pidieron asilo político en la Unión Europea y protección militar a la OTAN. Washington les abrió los brazos. En mayo de 1998, George Kennan describió la votación del Senado estadounidense para esa ampliación de la Alianza como «el comienzo de una nueva guerra fría», y predijo: «Los rusos reaccionarán gradualmente de manera bastante adversa y esto afectará a sus políticas». Ucrania, Moldavia y Georgia quedaron todavía bajo la influencia de Moscú, pero la huida hacia Occidente era cuestión de tiempo.
Tras la llamada Revolución Naranja de 2009, en 2014 el Euromaidán sacudió por fin esa servidumbre y Rusia reaccionó tomando Crimea y echando gasolina en el levantamiento del Donbás. Al margen de las cambiantes excusas pronunciadas por Putin, la invasión a gran escala es sólo una continuación de ese intento de Moscú de evitar la pérdida definitiva del control geopolítico sobre Ucrania, que comenzó, precisamente, la noche en la que Putin levantó el auricular para llamar a la Lubianka de Moscú y nadie contestó. Unos ladrones saquearon el edificio años después y robaron aquel teléfono que, como habría indicado Indiana Jones, debería estar en un museo.
¿Es este conflicto actual la continuación de la Guerra Fría y la caída del imperio soviético? Sí, y no es el único conflicto mal cerrado cuya cicatriz se reabre cada cierto tiempo. De nuevo, si viajamos en el tiempo hasta 1989, año de fundación de este diario, nos encontramos en plena Primera Intifada, un movimiento popular palestino que protestaba contra los 20 años de ocupación israelí de Gaza y Cisjordania. Dos años antes, en 1987, el jeque Ahmed Yasin había creado el grupo armado Hamas, protagonista 36 años después de los pavorosos atentados del 7 de octubre de 2023. Ahora, aquellos días de disturbios y piedras, mal cerrados por acuerdos que ambos incumplieron, se han transformado en una guerra que ha dejado Gaza pulverizada, con decenas de miles de muertos, que se extiende ya al vecino Líbano y que puede alcanzar a todo Oriente Próximo si se produce una escalada que enfrente de forma directa a Israel con Irán.
En junio de 2019, los profesores de la Universidad del Sur de California Steven Lamy y Robert D. English acuñaron el término Nueva Guerra Fría como el nuevo terreno de juego en el que se iban a producir nuevos conflictos (o reproducirse los antiguos), marcado por la globalización, el calentamiento global, la pobreza, la desigualdad y el pujante populismo.
Una Ucrania libre y prooccidental choca con los sueños de Rusia y una Taiwán libre y prooccidental choca con los sueños de China
Si nos libramos de la redada policial y seguimos paseando por la avenida Jreshchatyk, vemos a la altura de la plaza Maidán miles de banderas que representan a cada uno de los muertos de la actual invasión, pero las cicatrices de otras guerras son visibles a ambos extremos de la calle. Si vamos caminando hacia el norte, nos topamos con el estremecedor barranco de Babi Yar, donde los nazis cometieron una de las peores matanzas del genocidio judío en la Segunda Guerra Mundial, con fusilamientos masivos de 150.000 personas. Si vamos hacia el sur, llegamos a los sótanos de la antigua checa, magistralmente descrita por Manuel Chaves Nogales en El maestro Juan Martínez que estaba allí, donde se torturó y ejecutó durante años a miles de sospechosos de ser enemigos del Estado soviético. Aunque el conflicto actual queda lejos de ambos, existe un hilo que los une.
Ese lector primigenio de EL MUNDO, que a su manera también es fundador de este diario, pudo leer en nuestras páginas las noticias sobre el primer proceso democrático de un desconocido país asiático, fundado en la isla de Formosa: la República de China, como oficialmente se llama, aunque es más conocido por Taiwán. En 1989, el país daba los últimos pasos de transición hacia la democracia que había comenzado años antes. La República de China pasó de una dictadura militar de un solo partido a un sistema multipartidista y semipresidencial.
Esa transformación convirtió a Taiwán en una de las economías más pujantes del mundo, lo que a la vez tensó aún más la relación con la República Popular China, la hermana mayor comunista, que considera a Taiwán una isla a someter por las buenas o por las malas.
Si la intención de China siempre fue acabar con la amenaza que supone que exista una «China capitalista», fundada por los enemigos de su guerra civil, en aquellos años el rival chino se volvió, además, democrático. Una Ucrania libre, independiente y prooccidental choca con los sueños imperiales de Vladimir Putin, de la misma forma que un Taiwán libre, independiente y prooccidental es una piedra en el zapato de la idea milenaria de la China imperial.
De aquel proceso en el Lejano Oriente hemos pasado, en estos 35 años, a una tensión prebélica que podría desembocar en un conflicto a gran escala en el Pacífico entre potencias nucleares, ya que EEUU ya ha declarado que lucharía a favor de Taiwán.
El Pentágono suele simular escenarios de enfrentamiento en diferentes contextos. Se llaman wargames y, en el caso de Taiwan, fuentes internas reconocieron que pierden nueve de cada 10 guerras simuladas. Un poco más al sur, Pekín también mantiene una disputa con Filipinas por el mar de la China Meridional y sus islas, que considera como propias, al contrario que sus vecinos, que aseguran que son aguas internacionales. También Washington acudiría en defensa de Manila.
A principios de mayo de 2022, el historiador británico Niall Ferguson aseguró que «la Segunda Guerra Fría comenzó hace algún tiempo». También dijo que «es un conflicto diferente a la primera, porque en la Segunda Guerra Fría, China es el socio principal y Rusia es el socio menor». En el contexto asiático esta rivalidad ya es tangible.
Los mayores focos de inestabilidad, en Rusia, China y Oriente Próximo, proceden de conflictos mal cerrados en el siglo XX
¿Son estos los tres lugares, herederos de conflictos mal cerrados en los años 90, en los que podría comenzar una hipotética Tercera Guerra Mundial, fruto de las tensiones de esa Segunda Guerra Fría? Casi con seguridad, porque en ellos pueden chocar potencias nucleares, pero no son las únicas. Aquellos primeros lectores de EL MUNDO pudieron seguir el estallido de la guerra civil en Somalia, la caída del dictador Siad Barre, y la posterior y desastrosa intervención de Estados Unidos. Hoy, el país permanece devastado y en manos de señores de la guerra que se reparten sus despojos.
Las zonas calientes del mundo no han cambiado tanto en 35 años. En 1989, año de fundación de este diario, la Unión Soviética salió humillada de Afganistán tras ser derrotada frente a las diferentes facciones muyahidines, entre las que estaban las tropas del célebre guerrillero Ahmad Shah Massoud, asesinado después por los talibán, y un tal Osama Bin Laden, que poco después fundaría Al Qaeda con el médico Aymán al Zawahiri. De las cenizas de aquella guerra con la decadente Unión Soviética nació otra: un conflicto civil que acabó con los talibán en el poder, cuyo Gobierno dio campos de entrenamiento y cobijo a esa protomilicia terrorista que acabaría tumbando las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001 en Nueva York. Como una broma macabra del destino, los talibán volvieron al poder en 2021 tras echar a la coalición internacional y tumbar el Estado afgano que se había propuesto levantar.
En 1989, año de fundación del diario, el avispero también estaba encendido en Oriente Próximo. Sadam Husein se anexionó Kuwait en 1990 y una coalición liderada por la Casa Blanca bajo mandato de George Bush desalojó a las tropas iraquíes a lo largo del año siguiente, en la mayor coalición internacional vista hasta el momento. Se llamó Operación Tormenta del Desierto y fue el preludio de la siguiente invasión de Irak, en 2003, por parte de George Bush hijo, cuyo leit motiv, la búsqueda de armas de destrucción masiva, nunca estuvo claro. Sin un plan B tras tomar Bagdad, la región se sumió en un caos incontrolable que aún perdura, y cuya consecuencia más terrible fue la gestación del Estado Islámico, que se asentó en un territorio con partes de Irak y de Siria y al que costó muchas vidas derrotar.
Nuestros primeros lectores también leyeron sobre el conflicto abierto en las zonas más pobres de la República de Sudán, hoy Sudán del Sur, y la guerra no sólo frente a Jartum, sino entre dos grandes milicias que llevó a la población a una crisis alimentaria terrible en el llamado «triángulo del hambre». Aquel Sudán, que nunca se estabilizó del todo, ha vuelto a la guerra civil y de nuevo entre milicias que han arrasado ya toda la capital.
También se han reabierto viejas heridas en la zona de los grandes lagos africanos. En los primeros años 90 la tensión étnica derivó en un pavoroso genocidio de los tutsis y hutus moderados en Ruanda y su extensión posterior al vecino Zaire, un enfrentamiento en el que murieron millones de personas a machetazos, por hambre o por el cólera. Hoy, milicias tutsis como el M23 regresan cada varios años como un virus a esa misma zona del Congo dejando miles de muertos.
¿Qué ha pasado para que el mundo no sea capaz de cerrar estos bucles de conflictos mal cerrados? El sistema elegido para ello después de la Segunda Guerra Mundial, tanto las Naciones Unidas como su Consejo de Seguridad, no han evitado ni un solo conflicto en las últimas décadas. Sus cascos azules, que pudieron dar algún resultado hace años, hoy se contemplan como un instrumento fallido y corrupto que consolida las crisis, no las soluciona. Con Estados Unidos, China y Rusia sentados en una mesa donde tienen derecho de veto, y con un sistema que no tiene capacidad de capturar y hacer pagar por un determinado crimen a sus condenados (Corte Penal Internacional), la indefensión de las víctimas es insoportable, al igual que la impunidad de los criminales.
Mientras tanto, Occidente, que salía en 1989 de la Guerra Fría con marcha triunfal y que prometía nada menos que el fin de la historia con un mundo en paz y libertad bajo los designios de la democracia liberal, no ha respondido a esas promesas. La sucesión de conflictos y los atentados sufridos en Estados Unidos, España, Francia, Reino Unido, Alemania y muchos otros países prueban que la inestabilidad es una amenaza que se cierne de forma permanente sobre las democracias.
La polarización y el extremismo ponen a las democracias occidentales ante el peligroso riesgo de un debilitamiento interno
Más aún, la crisis económica de 2008 derribó muchas de las seguridades de Occidente y sus consecuencias han provocado que el mundo libre haya entrado en una dinámica de polarización, populismo, sectarismo y división que atraviesa todas las naciones occidentales. El fenómeno de Donald Trump, que este noviembre puede regresar a la Casa Blanca, no deja de ser una señal de alarma del malestar social, que también se manifiesta en el Brexit británico o en el crecimiento de partidos ultras, a izquierda y derecha, en Europa. Incluida Alemania, cuya reunificación tras la Guerra Fría prometía una Europa de unidad y prosperidad.
El debilitamiento de las democracias occidentales puede ser el peor síntoma de la actual inestabilidad mundial. Estos días, en la región rusa de Kursk, ucranianos y rusos excavan sus trincheras en los mismos lugares que ya fueron campos de batalla en la Segunda Guerra Mundial. Un oficial del ejército de Kiev comenta a este periodista que sus soldados acaban de encontrar varias tumbas con los restos de soldados alemanes, enterrados hace 81 años en el barro negro. Las heridas reabiertas una y otra vez.
El historiador Antony Beevor declaró en octubre de 2022 que cree que el mundo está en una Segunda Guerra Fría y que «ya no se trata de la vieja división entre izquierda y derecha», sino más bien de «un cambio en la dirección de la autocracia versus la democracia», un cambio que se hizo evidente con la invasión rusa de Ucrania, con el volcán de Oriente Próximo de nuevo en llamas y con las tensiones en torno a Taiwán.