En mi primera juventud, cuando empecé la carrera en la universidad, vivía con una urgencia propia de mis pocos años (paradoja de la vida: los jóvenes siempre tienen prisa y los viejos, ya casi sin tiempo, nos tomamos las cosas con más calma) la necesidad de plantar cara a la dictadura franquista. Me resultaba insoportable que los antifranquistas que conocía, no muchos pero los había, hicieran todos sus planes subversivos (actos de protesta, manifiestos, huelgas, etc.) dirigidos a un futuro inconcreto pero siempre remoto. Todo podía aplazarse, todo quedaba para mejor ocasión, era preferible aguardar y verlas venir… aunque bien sabíamos lo que vendría. Contra toda evidencia, salvo los dictados de mi sangre entusiasta, yo era entonces partidario del «¡sí se puede!» y si se puede tiene que ser ya, mejor esta tarde que mañana. Afortunadamente, nadie me hacía caso como estratega y un breve paso por la cárcel de Carabanchel comenzó a sosegarme un tanto. Luego Franco tuvo la amabilidad de morirse, que era lo que los procrastinadores más prudentes que yo estaban esperando y las cosas que antes parecían inmóviles para siempre, como pirámides egipcias, se pusieron en tan vertiginoso movimiento que nos desconcertaron incluso a quienes más las deseábamos. Llegó el único período de sano regocijo político que he conocido, aunque duró demasiado poco y hoy apenas lo recordamos unos cuantos.
Aunque la situación ahora es muy distinta en España, porque vivimos en una democracia aunque semi-secuestrada por gente de muy mala ralea y con todo la peor democracia es muy preferible a cualquier dictadura o despotismo ilustrado, ciertas semejanzas son evidentes con lo que viví en mis años juveniles. Los rasgos cada vez más autocráticos del régimen sanchista -porque se trata de un régimen, no nos llamemos a engaño- van creando una atmósfera que a los más viejos nos trae muy malos recuerdos. Personalismo extremo en el poder y culto al líder a la norcoreana, ocupación de los puestos claves de la administración civil por gente de toda fidelidad aunque nula eficiencia, apoyo del sistema en los peores elementos antisistema, manipulación de leyes para congraciarse con delincuentes momentáneamente útiles y enfrentamientos con los jueces que se resisten a la complicidad con tales desafueros, monopolio desvergonzado de los medios públicos de información y sobre todo la mentira sistemática como gas axfisiante o al menos anestésico para toda la población… Y junto a eso, como siempre ocurre antes o después, la corrupción económica entre los más próximos al poder y también en la cabeza del Gobierno. En una palabra, la democracia pervertida y puesta al servicio no de todos los ciudadanos, sino de grupos ideológicos o sectas con intereses distintos al conjunto del país. Convencidos de todo esto, algunos volvemos a sentir aquella casi olvidada impaciencia juvenil, tan imprudente pero tan sana, por cambiar ya, pero ya, el régimen en que nos encontramos. ¿Qué hace la oposición, por qué no se mueven las personas válidas que se contentan con lamentar lo que ocurre, y los intelectuales supuestamente nacidos para la rebelión, según decían?
Hace unos días, la presidenta Isabel Díaz Ayuso se negó a acudir a una reunión bilateral en Moncloa convocada por el presidente Sánchez. Por supuesto, a Díaz Ayuso se la invitó a la Moncloa, no se le ordenó que se presentara allí sin dilación, faltaría más: el tono imperioso queda reservado para algún rector obsecuente y mindundis del mismo jaez. Y Ayuso prefirió no ir: en primer lugar, porque el único tema del día era comunicarle que se iba a privilegiar a Cataluña con una financiación excepcionalmente favorable, de muy dudosa legalidad constitucional (algún experto ha dicho que ese trato liquida al Estado como tal) y sin otra razón ni necesidad que asegurar aún más el apoyo de los separatistas catalanes al Gobierno de España, algo así como una versión cutre y desleal de Los intereses creados de Benavente. Y en segundo lugar, porque Sánchez, sus sayones y la orquesta de rumba que le pone música lleva semanas o mejor meses con una campaña de infundios ofensivos contra Ayuso a cuenta de las irregularidades con Hacienda de su novio, cometidas cuando aún no lo era y de las que ella no se benefició en modo alguno. Ayuso se niega a ser insultada pasivamente porque tiene derecho al respeto que merece la montaña de votos que la sostiene en la presidencia de la capital de esta España que otros no quieren defender. La izquierda cómplice y la derecha timorata la acusan de no respetar su papel institucional, que por lo visto consitiría en ir a hacerle la reverencia al Zar monclovita como Guterres ante Putin. Y, sin embargo, ella no ha querido someterse a esa inútil humillación porque no hay mejor forma de respetar las instituciones que no doblegarse ante quien las utiliza torticeramente.
«No es que la presidenta Ayuso deba sustituir ni lo pretenda a Feijóo. Al contrario, marca el camino que de diversos modos debe ir siguiendo la oposición para no enmohecerse a la sombra pestífera de Sánchez y sus cohortes de orkos separatistas»
Esa es la forma de empezar a plantar cara para acelerar la ya próxima salida del régimen sanchista. No es que la presidenta Ayuso, que está muy bien en el importante cargo que ocupa, deba sustituir ni lo pretenda a Feijóo. Al contrario, marca el camino que de diversos modos debe ir siguiendo la oposición para no enmohecerse a la sombra pestífera de Sánchez y sus cohortes de orkos separatistas. La prueba de que esa postura es la que más puede contribuir a despertar al país y poner en modo saludablemente rebelde a los ciudadanos achantados está en la indignación que despierta entre la crápula de servicio: los constantes ataques de El País, minuciosamente infames, y los dicterios de cráneos tan privilegiados como el Gran Wyoming, Ramoncín y demás chatarreros. Ya es hora de ponerse en marcha.