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‘La isla de las tentaciones’ es obra de Satanás, por Jasiel-Paris Alvarez

by Marko Florentino
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El reality-show La isla de las tentaciones es la copia española de la Temptation Island yanqui. También es muy yanqui la histeria evangélica de calificar todo de «satánico». A veces con algún fundamento, como el rock de Marilyn Manson o el cine de Polanski, pero normalmente sin ninguno: los libros de Harry Potter, el logo de Adidas, los Pokemon y hasta los Pitufos. Sin embargo, yo creo que se puede tildar a La isla de las tentaciones de programa satánico en el sentido más preciso y científico, si es que existe tal cosa. 

El nombre «diablo» viene del griego «diabolos», que puede traducirse como dividir a unos frente a otros, enfrentarlos, creando así iras y envidias y demás pecados capitales. Pues esa misma es la sinopsis de La Isla. Llegan allí cinco parejas y el chico y la chica quedan separados: a las chicas las meten en una villa llena de chuloplayas y a los chicos en una de mocatrices solteritas. La filosofía con que se justifica esta aberración: ambos miembros de la pareja deben demostrar su fidelidad poniéndose a prueba ante semejantes tentaciones carnales. 

Aquí ya hay un factor demoníaco: la idea de que debemos someternos voluntariamente a la tentación para probar no-se-sabe-qué fortaleza a uno mismo o no-se-sabe-qué fidelidad al otro. Buscar tentarse sin ninguna necesidad de ello ya es de por sí haber caído en la tentación más grave, la del pecado capital de la soberbia. Aunque en España el padrenuestro reza «no nos dejes caer en la tentación», las traducciones más antiguas en griego y arameo dicen más bien «no nos pongas a prueba». Porque si nos ponen a prueba, lo normal es fallar. El ideal cristiano coincide con el refranero castellano: evita la ocasión y evitarás el peligro. 

https://twitter.com/ProjectLabX/status/1886584160359190571

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Y es que la serpiente infernal no quiere obligarte a que te comas la manzana (serpiente y manzana que aparecen en la intro de La isla, por cierto). Lo que quiere es que te acerques al árbol, cojas el fruto prohibido en la mano y, al menos, te lo pienses. Eso ya es su victoria casi segura, porque el ser humano no es lo suficientemente fuerte solo, sea sin Dios o sin el prójimo. Por eso en La isla aíslan (nunca mejor dicho) a las parejas. Por eso en nuestra sociedad nos encierran en las islas de nuestras oficinas, habitaciones o móviles. Saben que el amor muere allá donde no nos miramos a los ojos ni nos palpamos, en la estéril mismidad del yo absoluto. Y si a eso sumamos la naturaleza caída del ser humano y el perfil concupiscible que se esfuerzan en seleccionar los de casting, lo habitual en La Isla es que las parejas naufraguen en el sopicaldo penevulvar. 

Pero el plan del Maligno casi se frustra con la pareja Montoya y Anita, que llegan a La Isla tras más de un año de relación. Esta es su historia. Montoya es un flamenquito con aire de gitanillo andalú: ligotea con todas las de la villa y luego se parte la camisa como Camarón cuando le enseñan imágenes de que su novia hace lo propio. La Anita, todo sea dicho, es el tipo de mujer que te hace un ciento escudándose en que tú antes le has hecho un décimo. Cuando ella llega a consumar el acto sexual de la infidelidad, Montoya (que a través de una cámara lo está viendo todo desde el otro lado de la isla) rompe todas las normas del programa y, saltando fuera del escenario, a grito pelado atraviesa corriendo toda la playa en busca de Anita y su amante. Así terminaba el episodio que dejó a España en vilo.

«La presentadora, Sandra Barneda, juega también un rol satánico: representa la absoluta indiferencia hacia el dolor humano»

Pero lo más espectacular venía después. Resulta que, cuando Montoya llega a la villa de ella, en vez de ir a pegarse con el otro, como sería lo previsible, él se queda a una distancia prudencial y desde allá le grita a Anita que le ha roto el corazón. Su ira se torna en declaración abierta de dolor. «¡Me has destrozao el alma!». Y luego se retira de vuelta a la orilla, donde se deja caer en primera línea de agua, como esperando ser pescado por una red que le salve. Pero quien lo alcanza es la presentadora, Sandra Barneda, que lo ha ido persiguiendo recordándole que está rompiendo las reglas. La Barneda juega en este programa también un rol satánico: ella representa la absoluta indiferencia hacia el dolor humano, el desdén por la ley natural y la ley del amor, aparejada con una absoluta devoción por las pequeñas leyes mundanas: el protocolo, la etiqueta, la mascarilla, las multas, etc.

Cuando Anita oye los desesperados gritos de Montoya, reacciona con la altanería con que tantas veces recibimos los reproches. Cuando no nos apetecen (que es casi nunca), o cuando nos han pillado in media res, o cuando queremos convencernos que el otro bien se lo merece. «¿Y tú qué? ¡Sinvergüenza!». Encerrada en la armadura de desdén con la que intentamos enmascarar la vergüenza, Anita se vuelve al interior de la villa, donde la intenta abrazar su amante. Pero en ese momento nace en ella un instintivo rechazo y aparta de sí los brazos que hacía unas horas anhelaba. Dentro de Anita ocurre un evento que los espectadores solo habrán podido ver con el ojo del espíritu. Es la decepción posterior a caer en una tentación.

Cuando estamos tentados, parece como si una legión entera de demonios nos estuviese acompañando, hablándonos al oído sobre ello y empujándonos en su dirección. Pero una vez hemos caído, allí nos abandona la legión entera, dejándonos radicalmente solos con nuestro patético ego, insatisfechos ante los restos de la tentación consumada, que se revela entonces en toda su pequeñez y patetismo. Al final era una cosa vana la que codiciábamos, era un pobre don-nadie al que envidiábamos, o un desahogo carente de significado lo que tanto habíamos deseado. Ay si ese desenlace frío y vacío fuésemos capaces de recordarlo cada vez que las tentaciones comienzan a regresar.

Los brazos de su amante ya no son capaces de abarcar a Anita, de pronto su corazón solo puede sostenerse sobre el desgarro de Montoya, cuyos gritos son audibles aún de fondo. Entonces ocurre la magia: Anita rompe también todas las normas y echa a correr en dirección a Montoya, con todos los «tentadores» tratando de detenerla. Allá en la orilla Sandra Barneda intenta hacer que Montoya entre en razón y se vuelva a su villa. Cuando Anita irrumpe en la playa, a Sandra Barneda se le desencaja el rostro. Nunca había tenido que lidiar con una rebelión, como para lidiar con dos simultáneas. Ella que contempla impasible desamores y corazones rotos, monta en cólera ante la desobediencia al reglamento. El diablo, el gran desobediente, lo que menos tolera es la desobediencia. Aviado va, porque Dios es revolución.

«El verdadero amor ha de encarnarse en un acto de desafío al mundo»

Se rebela Anita quitándose de en medio a la Barneda y se arroja desesperada en brazos de Montoya, llorando: «Yo me quiero ir de aquí», «yo me quiero ir con él ya». El propio Montoya, que acababa de abjurar de Anita para siempre, queda completamente desconcertado por este acto y estas palabras. «Pero tía, la has cagado», acierta a decir entre lágrimas. En sus palabras se adivina la necesidad de una disculpa, pero también el ansia de otorgarla.

Se me viene entonces a la cabeza el episodio Hang the DJ de la serie Black Mirror. Describe una sociedad distópica en que la gente es obligada a tener diferentes citas amorosas con un límite temporal: te ha tocado estar con Menganito una hora, luego con Fulanito dos años, después con Zutanito tres días. Al final unos enamorados se rebelan contra ese régimen sexual tiránico y, antes de que se les acabe su tiempo asignado, deciden huir los dos. Al escapar de la ciudad descubren que todo se trataba de una simulación digital para encontrar el amor verdadero: solo pasan la prueba los novios que sean capaces de fugarse juntos, desafiando al sistema y renunciando a todo el resto de potenciales parejas. El verdadero amor ha de encarnarse en un acto de desafío al mundo.

Pues bien, ya vivimos en esa distopía black-mirroriana. Y Anita le propone a Montoya rebelarse contra ello, contra La Isla, contra el orden que les ha llevado a ser sus peores versiones, que les ha manipulado con imágenes cortadas y ha puesto todas las bases materiales para inducirles a ceder a la debilidad. Y aunque se han traicionado y están llenos de rencor el uno hacia el otro, adivinan mutuamente una fuerza mucho más poderosa en ellos. Hace falta ser muy macho para rasgarse las vestiduras y asaltar la villa, pero coger a Anita y dejar La Isla aunque fuese a nado habría pedido ser el hombre más hombre de todos (y viceversa). 

Luego sabremos que otra chica que vio la fuga de Anita intentó también escapar con su novio y otra se quedó pensando en hacerlo. Un solo gesto de verdad puede contagiarse hasta derribar un mundo entero. ¿Qué deberían haber hecho todos? Huir hasta el último de ellos y ellas. Ver a la Barneda volverse loca por completo. Lo verdaderamente subversivo habría sido eso, y no la subversión barata de la moral y la fidelidad que promociona el propio programa.

«Para Dios nuestra verdad es lo que estamos llamados a ser y lo que de forma óptima y potencial podemos ser»

Lamentablemente, logran separar a Montoya y Anita, entre la presión grupal y las amenazas de Barneda de «graves consecuencias» (que nunca llegarán, porque las coacciones del mal están tan huecas como sus promesas). Los «tentadores» y la Barneda dedican horas a apagar la llama que ardió en ambos: los llevan aparte, les riñen por su trasgresión hasta avergonzarles y hacerles renegar, luego les «premian» con una ducha, un coctel, un jacuzzi, musiquita. Poco a poco les devuelven a «la normalidad»: olvidarse del otro, centrarse en sí mismos, culpar al que empezó primero, no arrepentirse de nada. Sandra Barneda alimenta sus heridas con su discurso favorito: «Ahora ya sabéis cómo es vuestra pareja en realidad, habéis descubierto cuál es la verdad de la persona a la que creíais querer, para eso venimos aquí».

Pero nuestro pecado es la verdad solamente a ojos de Satanás. Para Dios nuestra verdad es lo que estamos llamados a ser y lo que de forma óptima y potencial podemos ser. El estado al que la Barneda ha restaurado a Montoya y Anita, con camisa limpia y maquillaje fresco, no es la verdad de las cosas, sino la mentira adornada. Esa entereza estética la sustenta el Diablo. Sin embargo, ellos dos contemplando huir juntos, sucios de arena y lágrimas, él con la ropa rota y ella aún con los fluidos sexuales por el cuerpo, esa era la verdad más verdadera.

Rotos el uno frente al otro, no bien compuestos ante los focos de luz blanca y la pantalla HD, sino casi fuera de cámaras, fuera de guión, en los márgenes de la isla, justo entre la tierra y el agua, entre un cielo y un suelo violentamente unidos por los rayos de la tormenta, ese ha sido el único momento de realidad en un programa que se llama a sí mismo reality. Esa debilidad y esa rotura humana es la que sustenta Dios, que entra solamente a través de las llagas. Esta batalla se perdió, pero la guerra se libra cada día en cada lugar.





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