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Pensiones, sostenibilidad y mezquindad, por Pablo de Lora

by Marko Florentino
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Desde que se aprobó la Ley General de Seguridad Social en 1966, la mayor incertidumbre que se ha cernido sobre el sistema de pensiones en España –como en general sobre la financiación de todos los mecanismos del Estado de bienestar- no ha provenido de ninguna política «neoliberal» –signifique eso lo que signifique- abrazada por ministros o gobiernos socialistas, presentes o actuales; ni ha sido la consecuencia de los recortes del PP; ni de las exigencias europeas o el producto de las oscuras maniobras de economistas de FEDEA (siempre a sueldo de las aseguradoras privadas).

No: la madre de todos los colapsos vino, y viene, acompañada del intento de secesión de Cataluña, de la persistencia de esa amenaza y de ese subóptimo, que, para el «mientras tanto», implica la exigencia de adecuar una financiación «singular» a una autoproclamada «singularidad territorial de Cataluña» (el resto vivimos en aburridas normalidades territoriales), exigencia que se ha traducido en el pacto del PSC con ERC. Piensen por un momento en lo que supondría la independencia de un territorio que, en relación con el común, representa el 19% del PIB, y tengan en cuenta que el gasto en pensiones en España es ya el 12% del PIB.

Piensen, alternativamente, en cómo resultaría una cesión a Cataluña del 100% de lo recaudado por el IRPF, recaudación e inspección que quedara en manos de una agencia tributaria catalana dependiente de una Generalidad gobernada por partidos independentistas que negocian, bilateralmente, una aportación solidaria al resto de españoles. Si quieren alguna pista recuerden que el cupo vasco, un arcano comparable al misterio del nacimiento virginal de Jesucristo, no incluye las transferencias que tiene que hacer el Estado para paliar el déficit del sistema de pensiones. Y recuerden que la comunidad autónoma donde se cobra, de media, la pensión más alta es… lo han adivinado: el País Vasco.

Ese acuerdo PSC-ERC, como todas y cada una de las componendas que permiten a Pedro Sánchez mantenerse en el poder –no así gobernar-, no obedece a la aplicación de ninguna política o proyecto pensado a partir de principios o criterios previamente discutidos, contrastados y analizados (¿en qué cajón del despacho de la ministra Montero duerme el Libro Blanco Sobre la Reforma Tributaria, meses de trabajo y casi 600 páginas, del Comité de Expertos en Materia Fiscal dado a conocer hará pronto tres años?).

Prácticamente nada en la dirección política del país responde hoy más que a la coyuntura del minuto, una tesitura al tiempo determinada por la agenda política de quienes quieren acabar con esa unidad de distribución que llamamos España; por los intereses particulares de fugados de la justicia o por políticos que solo buscan su supervivencia. No les haré perder el tiempo haciendo el inventario de pruebas que son abundantes y flagrantes.

«Pepe Álvarez considera mezquino apuntar a la creciente brecha que se abre entre el salario de los jóvenes y las pensiones de los mayores»

En ese contexto, y en una entrevista radiofónica reciente, el líder de UGT, Pepe Álvarez, ha confesado que se reúne con normalidad con el fugado Puigdemont en Suiza, y que su situación le parece «una anomalía». Preguntado por la revalorización de las pensiones, considera que es «mezquino» relacionar salarios (que pierden capacidad adquisitiva) con pensiones (cuya revalorización al IPC, incluso las máximas, debe estar garantizada).

Pepe Álvarez considera mezquino apuntar a la creciente brecha que se abre entre el salario de los jóvenes y las pensiones de los mayores, a que la pensión media en algunas comunidades autónomas supere al salario de los trabajadores en otras, de la misma manera que Yolanda Díaz se refiere a la «maldad» de aquellos que se oponen a la elevación del Salario Mínimo Interprofesional –o a que tenga que tributar por IRPF por exceder el mínimo exento- o a la reducción de la jornada laboral. Sin novedad en el frente discursivo de ese «espacio político», como gusta decir con inanidad exasperante la líder del dicho espacio, un «espacio» en el que predomina una moralina de mosén pasivo-agresivo que apenas logra disfrazar el sectarismo y la refracción que tienen sus representantes a todo debate, ora sobre hechos, ora sobre ideas.

Así y todo, la mezquindad aducida por Álvarez es de otro jaez. Y es que lo que finalmente sí es mezquino, o fruto de una ignorancia inexcusable, es ese movimiento de trilero que consiste en atribuir a quienes apuntan a esa brecha entre salario y pensión una relación de causalidad automática («Nunca subieron los salarios porque se bajaran las cotizaciones a la seguridad social», afirmaba campanudo Álvarez).

No: lo que se aduce es que ese sistema de pensiones del que nos hemos dotado, siendo un sistema de «reparto», es decir, que paga con las cotizaciones de los trabajadores activos de hoy las pensiones de hoy – porque los que fueron trabajadores en el pasado hicieron lo propio- es inequitativo, desequilibrado, injusto al cabo, aunque se conceda que tiene ventajas – resistencia frente a la inflación o crisis económicas puntuales- frente a la pura capitalización. ¿O es que el esfuerzo de financiación que tiene que hacer la sociedad española para revalorizar las pensiones, a base de las contribuciones hechas por empresario y empleador, y por los contribuyentes en general, no resiente el acceso al mercado de trabajo, las oportunidades y los salarios de los jóvenes?

«La pensión no es el fruto de la mera capitalización de lo que se haya ido aportando, sino del pacto entre generaciones»

«¿El sistema de pensiones es sostenible?», preguntaba Gemma Nierga recientemente en uno de esos programas de debate donde nada se debate. La respuesta, pausada, del economista interpelado consistía en señalar que en una proyección reciente a 30 años se calculaba que el compromiso de gasto del Estado español para pensiones suponía el 500% del PIB (7 billones de euros) con lo cual, dados los ingresos que se están obteniendo, las pensiones no son sostenibles. «¡¿No son sostenibles?!», exclamaba Nierga. «¿Eso qué quiere decir, que mis hijos no van a cobrar pensiones?», concluía muy alterada. El entrevistado pedía algo de tiempo más para poder explicarse, pero Nierga se atenía al formato y no le concedía ni agua para poder abundar en sus consideraciones. Solo le faltó llamarle «mezquino y mala persona».

Es un epítome insuperable de nuestra actual «conversación pública» sobre un asunto tan importante y decisivo, y un magnífico ejemplo, uno más, de la falacia moralista con la que tantos se prodigan cuando de las buenas causas se trata (sean los derechos fundamentales o las instituciones del Estado del bienestar). El argumento falaz, explícita o implícitamente se desenvuelve así: «Puesto que a la contingencia del fin de la vida laboral debe acompañar una pensión que garantice suficiencia económica a todos los ciudadanos, el sistema de pensiones es sostenible». Quien no lo quiera ver es mezquino porque en el fondo está negando la premisa mayor, si es que no negando la dignidad a los mayores mismos dada su perfidia neoliberal.

Si la pregunta sobre la sostenibilidad de las pensiones tiene algún sentido es porque, obviamente, creemos que nos hemos dotado de un «sistema», es decir, un conjunto de reglas y mecanismos con propiedades identificables que lo hacen reconocible frente a otros «sistemas». La sostenibilidad o insostenibilidad será la consecuencia necesaria de que el «sistema» no funcione correctamente, esto es, de acuerdo con sus, digámoslo así, instrucciones de uso. Pero si lo que ocurre es que tales reglas, rasgos y propiedades pueden ser continuamente alteradas para alcanzar fines que, por otro lado, son suficientemente vagos, el «sistema» es sostenible porque en el fondo no hay tal «sistema».

Cierto: el sistema de pensiones no es un esquema de Ponzi, una versión de la estafa piramidal mediante la que se garantizan rentabilidades fuera del mercado que se abonan con la incesante entrada de nuevos estafados hasta que cesa el flujo y todo salta por los aires. No, nuestro sistema se basa, sí, en un reemplazo poblacional que debemos presuponer perpetuo, pero la pensión no es el fruto de la mera capitalización de lo que se haya ido aportando, sino del pacto entre generaciones, del hoy por ti y mañana por mí.

«Si se apunta que el gasto en pensiones es inferior al de otros países, dígase qué partidas del Estado del bienestar se recortarán»

Nuestro sistema sigue manteniendo una cierta «lógica del aseguramiento» en tanto en cuanto distingue entre pensiones contributivas y no contributivas y se financia con cotizaciones de quienes participan en la vida económica –trabajadores y empresarios-, pero a esa capa se superpone la lógica «solidaria» de la justicia distributiva: nadie nunca pudo saber exactamente qué le corresponderá recibir como pensión cuando se jubile; nadie supo nunca con absoluta certeza cuál será el período de cotización para cobrar la pensión máxima, y todo el mundo supo siempre que, así como las bases reguladoras y dicho período de cotización, de las que dependerá la cuantía, pueden modificarse para tener que cotizar más y por más años, la pensión tiene topes máximos y mínimos.

En corto: cuándo podamos jubilarnos, cuánto cobremos y con qué revalorización son todas ellas determinaciones hechas por el Poder Legislativo, en la Ley de Presupuestos Generales del Estado y fruto de la política económica general que ha de atender a la financiación de ese componente del Estado de bienestar, como a otros, con sus correspondientes costes de oportunidad. Dígase, cuando se apunta ufanamente a que, en porcentaje del PIB, nuestro gasto en pensiones es inferior al de muchos países, y que «tenemos margen», en qué otras partidas del Estado del bienestar estamos dispuestos a recortar.

Todo el mundo sabe hoy que el «sistema» tiene un déficit que cubrimos con transferencias del Estado con el expediente de que se trata de «gastos impropios», es decir, financiamos ese agujero con nuestros impuestos (salvo los residentes fiscales del País Vasco); que ahora tenemos que pagar un «impuesto solidario» a partir de determinados niveles de renta que se añade a las cotizaciones –otra forma de impuesto, en el fondo, al trabajo. Insisto: si nada de lo anterior permite sospechar que el sistema se ha revelado insostenible es porque «sistema de pensiones» ya no tienen densidad semántica. Hoy el sistema es más cercano al modelo beveridgiano –el Estado garantiza una suerte de renta de vejez igual para todos que se financia con los impuestos- que al propio de la lógica bismarckiana, el de las cotizaciones propiciadas por los agentes sociales, trabajadores y empleadores. No, efectivamente «no es magia» (del «sistema»): son tus impuestos (lo que lo harán «sostenible»).

Y quizá es lo que deba ser, lo que ya de otra forma no puede dejar de ser, pero discutámoslo sin trucos de mal trilero, sin apelar a «huchas de pensiones» llenadas con deuda pública que son como cubos sin fondo para vaciar de agua el océano en mitad del diluvio universal, y concediendo que mecanismos de corrección tales como los propuestos en su día – el factor de sostenibilidad, o garantías del mantenimiento del poder adquisitivo de las pensiones mediante revalorizaciones con un suelo pero vinculadas a la evolución de los ingresos y los gastos de la Seguridad Social, el número de pensiones contributivas, y otros indicadores económicos- correcciones que atienden a razonables criterios de justicia intergeneracional, no son «maldades» o «mezquindades».

Y fomentemos también el ahorro y la previsión para el futuro. Sigamos el ejemplo de Pedro Sánchez, Francina Armengol, Félix Bolaños o Patxi López, quienes, de acuerdo con las declaraciones oficiales de intereses económicos que constan en el Congreso de los Diputados, tienen cuantiosos planes de pensiones. Y mira que la Constitución y el «sistema» garantizan la suficiencia económica de los ciudadanos durante la tercera edad, nos dicen haciendo pedagogía.

Seamos adultos.





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