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¿Qué es lo que empezó?

by Marko Florentino
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Hacia 1820, es decir, hace doscientos años, comenzó un cambio profundo en la conciencia europea (quizás mundial) que todavía hoy está sin explicar. Los primeros en advertirlo, como las liebres advierten los temblores de tierra, fueron artistas y filósofos. Por el lado del pensamiento quien inaugura (y expone) la teoría de ese terremoto que se avecinaba fue G. F. Hegel en un conjunto de ensayos descomunal, tanto en tamaño como en profundidad.

Pero junto a su discurso, comenzaron también las desazones artísticas, el derrumbe de las artes según habían existido hasta entonces. Miles de años se vieron suprimidos cuando comenzaron a aparecer pinturas, músicas y poemas enigmáticos para la población y los críticos. Al principio fue un enorme escándalo, como la exposición de la Olympia de Manet en 1863 que puso en pie de guerra a la entera población de París, pero no mucho más tarde aparecieron los paisajes y bañistas de Cézanne que nunca salieron de su estudio, y luego el cubismo de Gris, Braque y Picasso seguido poco después por la ya caudalosa cascada de Kandinsky hasta desembocar en Beuys.

Todo esto es muy conocido, sí, pero no ha sido reflexionado suficientemente, a pesar de la enorme bibliografía acumulada. Hegel avanzó que las artes iban hacia su fin y se habían convertido «en una forma de pasado». Hasta entonces, hasta la Revolución Industrial digamos, habían florecido como aparatos de significar y cada obra de arte, fuera pintura, música o poesía, abría una ventana sobre el cosmos a cuyo panorama debíamos acomodarnos. A veces el mundo tomaba los tonos dorados de Rembrandt y a veces las tormentas dinámicas de Beethoven, otras las perfectas armonías polifónicas o las atormentadas espirales de Tintoretto. Debilitada la religión, y la ciencia aún no convertida en el único discurso sobre la verdad del mundo, el arte seguía siendo entonces una sólida explicación del cosmos.

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Y de repente todo se vino abajo. Ya en 1820 anunciaba Hegel a sus alumnos de la universidad de Berlín que llegaba el fin del arte y que este iba a desaparecer, pero sólo lo supieron sus alumnos, claro. Era demasiado inteligente Hegel como para divulgarlo, o creer que le iban a prestar atención fuera de las aulas. Pero su exposición era impecable: el arte había sido la ilustración humana de la Naturaleza, hasta que dejó de existir la vieja Naturaleza (la physis griega), sustituida por el mundo técnico que se estaba adueñando del universo. Las artes eran ya conscientes de sus límites.

En la actualidad pocos negarían que la estructura técnica del poder es casi un poder absoluto que ejerce funciones de «naturaleza» y exige unas explicaciones (unos relatos) que el arte ya no puede proporcionar. Naturalmente sigue habiendo pintores y músicos, como sigue habiendo artistas que exponen en algunos museos sus ingenios, casi todos financiados por el Estado que sabe el escaso peligro que suponen. ¿Por qué los subvenciona como si fueran sindicatos? Por inercia y para completar el panorama que ofrecen las agencias de viajes, junto a la gastronomía y el deporte.

«Ahora es más importante que te reconozcan como artista a que reconozcan como ‘arte’ alguno de tus productos»

¿Explican algo del mundo estas extravagantes exposiciones? Casi todas usan un tópico político u otro, digamos una «rebeldía», para que parezcan obedecer a un deseo de explicación. Aunque una enorme cantidad de excedente artístico expone tan solo comentarios sobre la vida privada de los artistas a modo de álbum de fotos. Ahora es más importante que te reconozcan como artista a que reconozcan como «arte» alguno de tus productos, los cuales vienen a ser tan sólo la prueba de que sus autores son unos artistas. Así como el policía lleva una placa que le permite detener a un delincuente, así también el artista lleva sus obras como garantía de que puede exponer en tanto que «artista».

El caso es que después de Hegel la aportación de la filosofía a este agudo problema ha sido casi nula, si exceptuamos a dos grandes pensadores, Nietzsche y Heidegger, que vieron perfectamente cómo era el agujero negro que se estaba formando y trataron de aportar alguna luz. En nuestros días se acaba de publicar un libro bastante útil, de Robert B. Pippin (Después de la belleza, Editorial La Balsa de Medusa), que puede resultar útil a quienes sigan interesados por este enigma con seriedad. Pippin es un hegeliano (aunque lo corrige con cortesía) y es respetuoso con dos críticos que son de lo mejor que ha dado el siglo XX, T.J. Clark y M. Fried, aunque no oculta que el primero se ha suicidado con un sociologismo rancio en los últimos libros, defecto casi general entre los expertos de su especie. Por cierto, no es despreciable la intuición de Ortega y Gasset en su Deshumanización del arte de 1925.

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Después de la belleza
Robert B. Pippin

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Pippin, por supuesto, es demasiado timorato como para dar el paso que osó dar A. Danto en 1982, otro hegeliano, cuando afirmó que el mundo del arte se había terminado como discurso relevante sobre el mundo. Danto siguió con rigor el dictamen de Hegel («el arte es una forma de pasado») a pesar de que todas las instituciones artísticas se le echaron encima con sus inmensos caudales de dinero público y el apoyo de la izquierda analfabeta. Pero eso él ya lo sabía. Pippin es más prudente, aunque se advierte que por lo menos no se engaña sobre eso que seguimos llamando «arte».

Pero no sufran los que se dedican a esta profesión. Sigue teniendo vida comercial y poco a poco se va desviando hacia las artesanías técnicas que, a mi entender, están llamadas a cubrir todas las necesidades «artísticas».

En todo caso, como dije al principio, aún no está claro lo que ha sucedido en estos doscientos años, ese movimiento profundo que ha producido un efecto devastador. Heidegger lo llamaba, simplemente, «la técnica», seguramente porque no hemos encontrado otro nombre y las instituciones sólo mueren cuando su nombre se extingue.



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