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Desmontando los tres mitos de la izquierda sobre la desigualdad, por Diego Sánchez de la Cruz

by Marko Florentino
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La desigualdad de renta no ha explotado en Occidente, sino que se ha mantenido más o menos estable, mientras que las diferencias en materia de riqueza no solamente no han ido a menos, sino que han caído de forma progresiva con el paso del tiempo. Estos hallazgos, presentados en mi anterior artículo –(Casi) todo lo que nos han dicho sobre la desigualdad es falso-, nos permiten dejar a un lado las dos grandes falacias que han propaganda los voceros del igualitarismo, pero sigue habiendo algunos temas que debemos abordar con rigor si queremos cultivar una comprensión genuina del debate sobre las disparidades económicas. 

Quizá el primer aspecto en el que debemos fijarnos es el hecho de que, si bien todas las estadísticas sobre desigualdad se centran en medir cómo le van las cosas a un determinado segmento de la élite económica a lo largo del tiempo, lo cierto es que quienes componen dicho grupo no son necesariamente las mismas personas. Dicho de otro modo, el 1% más rico no es una clase monolítica y su composición se altera año tras año, conforme unas personas se enriquecen y otras se empobrecen. Por eso, no tiene sentido hablar del 1% de hoy y compararlo con el 1% de ayer como si fuesen las mismas personas. 

En 1978, coincidiendo con la aprobación de la Constitución Española, la mayor fortuna de España era la de José María Ruiz-Mateos, seguido del banquero Gregorio Diego Jiménez, el siderúrgico José María Aristráin y el industrial peletero Silvio Navarro. La lista también incluía a José Suñer, Vicente Iborra, Agustón González Mozo, Nicolás Osuna y distintos clanes familiares, como los Fierro Viña, los Hernández Barrera, los Castillo Bravo Laguna o incluso Cayetana Fitz-James Stuart y demás integrantes de la Casa de Alba.

La mayoría de estos nombres han desaparecido de las primeras posiciones de los rankings de riqueza, donde en cambio destacan ahora figuras de la nueva economía española Amancio Ortega y su hija Sandra (Inditex), la familia Del Pino-Calvo Sotelo (Ferrovial), Juan Roig y su esposa Hortensia Herrero (Mercadona), Isak Andik (Mango), Juan Carlos Escotet (Abanca), Daniel Maté (Glencore), Sol Daurella (Coca-Cola), Florentino Pérez (ACS), Tomás Olivo (GGC) o Alberto Palatchi (Pronovias). 

Aunque en España como en otros países hay personas de gran patrimonio que han heredado su fortuna de sus antepasados, lo cierto es que la lista es mucho menor de lo que pretenden sugerir quienes se refieren a estas dinastías como un grupo predominante en las élites económicas de nuestro país. De hecho, un estudio de Jonathan Wai y David Lincoln pone de manifiesto que, entre los españoles con más de 30 millones de euros de patrimonio, solamente un 14% deben su riqueza a una herencia. Este porcentaje es, por cierto, similar al de Reino Unido (12%), Estados Unidos (13%) o Francia (18%) y mucho menor que los resultados observados en Suecia (44%) o Alemania (31%), aunque nos sitúa por encima del 4% alcanzado en China. 

En Discriminación y disparidades (Deusto, 2024), el brillante Thomas Sowell habla de la rotación con la que se altera la composición de las élites económicas. Cita trabajos de la Universidad de Michigan que muestran que solamente un 1% de los estadounidenses se mantuvieron entre el 20% de menor renta a lo largo del periodo comprendido entre 1975 y 1991. Ampliando el foco para abarcar épocas más recientes, Sowell cita un estudio de Mark Robert Rank, Thomas A. Hirschl y Kirk A. Foster en el que se demuestra que el 75% de los estadounidenses habrán llegado al 20% de mayor renta durante algún punto de su vida.

Este tipo de estudios son menos habituales en España, pero el Índice de Igualdad de Oportunidades del Instituto de Estudios Económicos situó a nuestro país en el puesto 12 de un total de 30 países analizados, lo que pone de manifiesto que, mientras haya un ascensor social en funcionamiento, no tiene sentido hablar de las élites económicas como un grupo cuya posición está blindada y asegurada. 

De hecho, resulta perverso hablar de la riqueza en estos términos, porque la economía de mercado descansa precisamente sobre los incentivos que permiten amasar una mayor riqueza a quienes logran generar más valor para la sociedad. La competencia en el mercado deriva más oportunidades de crecimiento a quienes resuelven de forma más satisfactoria las demandas de la sociedad, resolviendo necesidades y satisfaciendo deseos de la manera más eficiente posible. El esquema es meritocrático y democrático por definición, sobre todo si lo comparamos con el mercado político, donde impera la incompetencia y la moneda de cambio es la demagogia. 

En este sentido, del mismo modo que no tiene mucho sentido hablar del 1% como un grupo blindado ante los fenómenos de la movilidad social, tampoco tiene mucho sentido comparar lo bien que le pueda ir al 1% hoy en la actualidad con la circunstancia de dicho segmento hace algunas décadas, puesto que la composición de la economía ha cambiado drásticamente a nivel doméstico e internacional.

Amancio Ortega ha podido llevar Inditex mucho más lejos de lo que podría haber hecho un empresario del textil hace cuarenta años, porque el acceso a mercados globales se ha multiplicado de forma exponencial y el tamaño de las clases medias a nivel internacional también ha crecido de manera espectacular. De igual modo, tiene sentido que en Estados Unidos veamos cómo los grandes emprendedores tecnológicos amasan fortunas de gran tamaño, puesto que sirven a un público casi universal y, por tanto, obtienen unas ganancias propias de quien es capaz de operar con éxito a lo largo y ancho del globo. 

Impuestos y redistribución

Un segundo mito que conviene abordar y refutar es el que vincula las subidas de impuestos a las rentas altas con la reducción de la desigualdad. En Los impuestos tienen consecuencias (Deusto, 2024), el célebre economista estadounidense Arthur B. Laffer describe con acierto la manera en que las políticas recaudatorias centradas en quienes más ganan terminan destruyendo las bases imponibles de los impuestos y reduciendo los ingresos potenciales del sistema.

En España, un estudio del Instituto Juan de Mariana ha demostrado que, reduciendo un 25% los tipos aplicados en el Impuesto sobre la Renta, la mejora de la actividad y del empleo haría que la recaudación fuese incluso superior a la actual. En cambio, el gobierno de Pedro Sánchez sigue poniendo encima nuevas subidas de impuestos y cotizaciones, ignorando el daño que han causado las 81 medidas que se han aprobado de 2019 a 2024 para elevar la recaudación. 

El caso es que, a la hora de reducir la desigualdad, los estudios que ha elaborado Fedea son meridianamente claros y ponen de manifiesto que los impuestos tienen un peso marginal en la redistribución, con un peso de apenas un 4% que contrasta con el 96% imputable a las ayudas y las transferencias sociales. Como me dijo en su día el propio Laffer, «los impuestos están para recaudar y, si se quiere redistribuir, eso se hace con el presupuesto de gastos, no con el código tributario».

De igual modo, un estudio del catedrático de la Universidad Complutense de Madrid, José Félix Sanz, que también ha divulgado el Instituto Juan de Mariana pone de manifiesto que Madrid es la región cuyo Impuesto sobre la Renta exhibe una mayor eficiencia a la hora de reducir la desigualdad. Aunque los tipos aplicados en la región son más bajos, la eficiencia del gravamen resulta ser mayor y los ingresos obtenidos se vuelcan más hacia quienes más ganan, hasta el punto de que el 54% de lo recaudado proviene del 10% de más renta. 

Hay quienes, instalados en el igualitarismo más salvaje, fantasean incluso con la posibilidad de expropiar toda la riqueza privada. Estas divagaciones ignoran que, incluso si se pudiese cometer semejante atropello de la noche a la mañana, y si los afectados no pudiesen salvaguardar sus activos en modo alguno, los ingresos obtenidos apenas cubrirían un trimestre de gasto público. Destrozar por completo la producción a cambio de tres meses de ingresos fiscales es, por tanto, una idea tan absurda como contraproducente – y quienes insinúan que los impuestos sobre las rentas del capital, el patrimonio o las herencias deben seguir incrementándose ignoran que, en la práctica, este tipo de fórmulas nos llevan al mismo escenario de ruina económica combinada con un escaso efecto recaudatorio. 

La inflación y la desigualdad de consumo

Hay un tercer mito que también debemos atender y que tiene que ver con el supuesto incremento en la desigualdad de consumo. La plataforma Human Progress ha medido el coste de acceso de los principales bienes de consumo que adquieren las familias. La lista incluye ordenadores o televisores, equipamientos para la cocina, aparatos de limpieza, etc. En su conjunto, el precio de adquirir estos bienes se ha reducido entre un 50% y un 90%. Para España, ocurre algo parecido con los alimentos, cuyo peso sobre el presupuesto familiar ha bajado del 55% alcanzado a mediados del siglo pasado hasta el 10% registrado en la actualidad. Los datos para nuestro país son satisfactorios si nos fijamos en el coste de viajar, los precios de la ropa y el calzado, los servicios de telecomunicaciones y otros artículos de referencia. 

Sin embargo, los precios son mucho menos competitivos en aquellos mercados en los que no hay tanto margen para la innovación propia del capitalismo. Un ejemplo claro lo tenemos en el tren de alta velocidad, donde la entrada de operadores privados ha permitido reducir hasta en un 65% el precio de los billetes, como ya ocurrió con la liberalización de la aviación, hace tres décadas. En la misma línea, la falta de oferta de vivienda derivada de la asfixia burocrática que induce el modelo español de planificación urbanística ha hecho que comprar o alquilar un piso se convierta en un lujo para millones de españoles, circunstancia que contrasta con la situación de calma que vivió nuestro país en lo referido a la vivienda a lo largo de décadas anteriores. 

España lleva diez años construyendo cuatro veces menos casas de lo normal. Desarrollar obra nueva puede suponer una década de años de papeleo y trámites administrativos, aunque los tiempos de espera rebasan los treinta años en el caso de las operaciones urbanísticas más trascendentes, como refleja la tramitación de la Operación Chamartín o la Operación Campamento. En el caso de la capital de España, además, el desarrollo de 160.000 viviendas se vio paralizado y obstaculizado en los años de gobierno de la comunista Manuela Carmena, de modo que los esfuerzos recientes por desbloquear hasta 260.000 unidades residenciales en la capital y en otros municipios de la región son muy necesarios, pero aún insuficientes. 

Para contener los precios, en cualquier caso, sería preciso que las autoridades monetarias evitasen aprobar manguerazos de dinero barato como los que se impulsaron hasta el estallido de la crisis inflacionaria y, en el caso español, también parece evidente que el gobierno debería dejar de cebar la subida de los precios a base de mantener niveles excesivos de gasto que se financian vía endeudamiento. 

¿Igualdad o prosperidad? 

En el tercer y último artículo de esta serie de publicaciones, abordaré una cuestión que a menudo se pasa por alto cuando hablamos de desigualdad. Con frecuencia, los debates sobre esta cuestión emplean el término como sinónimo de prosperidad, pero conviene dar un paso atrás y recordar que ambas cuestiones son distintas. De hecho, es posible que un país tenga mucha igualdad y poca prosperidad, como también puede ocurrir que una nación presente mucha desigualdad y mucha prosperidad.

Asimismo, a menudo vemos que la desigualdad de riqueza no está correlacionada con la de renta, de modo que la conversación no puede girar en torno a una única variable. De todo ello versará la tercera entrega de esta trilogía sobre la desigualdad, un concepto tan atractivo como confuso que ha sido empleado con inteligencia por la izquierda para imponer una peligrosa agenda económica de corte intervencionista cuyos resultados no son solamente decepcionantes en materia de equidad, sino especialmente en lo tocante al bienestar de la población que ha quedado sujeta a estas imposiciones.





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