El PP de Génova ha contratado a un gurú electoral que hasta enero de este año trabajaba para Sánchez, y antes para Moreno Bonilla. Su secreto es el big data y, por supuesto, deslumbrar al político con porcentajes segmentados multicolor sobre un mapa que justifica mensajes propagandísticos en función de las demandas poblaciones que indican los datos. Bienvenidos a la política adulta.
Si en un distrito donde se disputa el voto con el adversario hace falta una parada de autobús, se pone una valla publicitaria prometiendo una marquesina de último modelo y culpas al otro partido de no interesarse. Y así con cualquier aspecto de la vida cotidiana. Cada partido-empresa tiene su público, quiere conservarlo, y si es posible quitárselo al competidor. El resto, como hablar de ideologías y demás, es para ingenuos.
Así, la polarización de la política no es más que un tipo de campaña electoral para pastorear a los votantes. El gurú aconseja crispación, el partido obediente lanza mensajes publicitarios para conseguirlo, y los feligreses se cabrean con quienes no comulgan con el dogma del partido, rompen amistades y lazos familiares, incluso llegan a las manos. Es un enorme y obsceno efecto Pavlov, y nosotros somos los perros.
Para que esto funcione a gran escala debe haber muchas cuestiones en pugna. A mayor número de conflictos políticos y sociales, más campos de juego habrá donde exista la posibilidad de quitar electores al contrario y ganar. De ahí que hoy la vida en comunidad sea un campo de minas politizado en casi cualquier tema. Si las condiciones de competencia cambian porque lo indican los datos sociológicos, se cambia el discurso del partido para acomodarse a la situación. Esto explicaría, por ejemplo, la ruptura de todos los consensos de la Transición, desde el olvido de la Guerra Civil al pacto con Bildu.
¿Hasta dónde se puede estirar la competencia artificial? Hasta el punto de que incomode al elector propio que no aguanta las estridencias. En el momento en que la polarización moleste a un porcentaje más elevado que el que se gana con la crispación, es obligado recular y ponerse en plan moderado o cambiar de tema. Por ejemplo, si el PSOE exagera mucho con el discurso contra la derecha «ultra» hasta el punto de que su votante siente que lo están infantilizando, ha perdido esa ventaja. Eso significa que hay que insistir en ese discurso lo justo, luego congelarlo, y sacarlo de nuevo cuando sea necesario. Lo mismo se puede aplicar al «antisanchismo» o a la denuncia de la «Agenda 2030». Cuando en el futuro Feijóo se ponga blandito o fiero con Sánchez, ya sabemos por qué es.
«Ante el estímulo de ‘¡Qué viene el ultra!’, el votante deposita la papeleta del partido alarmista que le promete evitar el apocalipsis»
A todo esto, el relato cuela si la mentalidad está creada. Es marketing. Ejemplo: si se relaciona un refresco con combatir la sed, la reacción habitual de cualquiera será echarse mano al bolsillo para comprar una lata en cuanto se tenga seca la garganta. Ese vínculo es un éxito para la compañía de refrescos. Lo mismo se aplica a la política. Es la programación neurolingüística.
Si se crea la mentalidad de que cualquier cosa es mejor que dejar que gobierne la derecha «ultra», a la que se relaciona con todos los males, el elector aceptará las cesiones que haga falta a Puigdemont, Junqueras y Otegi. Ante el estímulo de «¡Qué viene el ultra!», el votante deposita la papeleta del partido alarmista que le promete evitar el apocalipsis. Hacerlo al revés es un suicidio; es decir, anunciar la medida -la amnistía o el cupo catalán- sin haber creado la mentalidad es perder a ese electorado. El límite para ir colocando las políticas es como la estafa piramidal, totalmente progresivo. Un ejemplo: los feligreses del PSOE todavía no están mentalizados para ver una foto en la que Sánchez y Puigdemont se den la mano en Waterloo, pero ese momento llegará.
Una última consecuencia de ese imperio del asesor big data con técnicas de programación social es que el partido pierde cualquier tipo de vida interna. Este modelo se convierte en un arma de la oligarquía del partido, y las tendencias o las ideas no sirven para nada, salvo para dar la imagen a la sociedad de que se mantienen «ideologías» y «debates». Sabemos que esto no es cierto. Las organizaciones partidistas se someten religiosamente a la ley de hierro de las oligarquías; es decir, que manda una oligarquía sobre la masa del partido, cuyas ideas, aspiraciones e intereses importan muy poco salvo para la obediencia. Por eso quien deja de marcar el paso en el desfile es echado de la formación. No voy a poner ejemplos porque los conocemos todos.
Llegados aquí no es extraño desvelar que un partido es una empresa como otra cualquiera, salvo que el dinero para su funcionamiento lo ponemos con los impuestos. La contratación pública de asesores tecnológicos, como el que acaba de fichar el PP, debería mostrarnos que la mayor parte de la vida política es un artificio, un enorme teatro en el que nosotros somos los figurantes, los espectadores y los pagadores a la vez. Asumido esto, deberíamos reducir la polarización, reírnos de esos dogmas ajenos basados en que nuestro refresco es mejor que el del adversario, y fijarnos más en las personas que tenemos a nuestro alrededor y en sus valores, no en los eslóganes artificiales.