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La decepción, el desamor, el rencor

by Marko Florentino
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Antes de su exitosa película sobre el toreo, Albert Serra filmó La muerte de Luis XIV, donde el rey, representado por Jean-Pierre Leaud –que está magnífico–, asiste a su propia enfermedad y agonía en el fúnebre claroscuro –persianas echadas, postigos entornados– del palacio de Versalles. Al estrenarse se comparó la atmósfera de las cámaras reales, tan asfixiante como pestilente, con la luz de Rembrandt o Caravaggio y algo de eso hay. La obra de Serra es un réquiem en toda regla y un catálogo que reúne todos los claroscuros que en el mundo han sido. 

En Abu Dabi hay un exceso de luz. Todo en Abu Dabi parece, desde lejos, excesivo, pero también Versalles, en otro estilo, fue un triunfo del exceso. En cuanto al descendiente de Luis XIV que allí vive, sólo le une con su pariente, la amenaza de la enfermedad y le separa algo muy importante: la soledad. Luis XIV vivía rodeado por su corte y familia. Su descendiente está solo y la soledad es mala compañía. Quiero decir que hace tomar, tantas veces, decisiones equivocadas. Pero antes –y de ahí la soledad– ha habido muchas otras decisiones del mismo carácter: son nuestros propios errores los que nos regalan esa soledad física y metafísica. Una soledad que no es justa –nunca el dolor lo es– pero sí justiciera. 

Y a lo justiciero vamos: podríamos creer esta semana que la demanda de un antiguo rey a un ciudadano émulo del sastrecillo valiente es un abuso de poder por la parte real –como si Luis XIV le pegara un bastonazo de aúpa a uno de sus servidores– y me temo que estaríamos equivocados. Porque el habitante de Abu Dabi, además de errar una vez más con gran torpeza, no tiene ni sombra del poder de Luis XIV en su lecho de muerte, ni siquiera del que tuvo él en el pasado reciente.

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Y en cambio el sastrecillo valiente tiene la simpatía populista de la sociedad, los medios a su servicio –vivimos del espectáculo y este hombre lo es en sí mismo– y la encarnación del ciudadano decepcionado por el viejo Rey (camuflaje de muchos enemigos de la Corona), además de una trama tan clásica como aplaudida siempre: del sastrecillo valiente al alcalde de Zalamea y Fuenteovejuna –es decir, la prensa, encantada con la metedura de pata– todos a una. Y por debajo, la eterna picaresca o nuestra aportación a la literatura universal y el aire de un ataque de cuernos. Sobre todo lo demás, esto: un ataque de cuernos.  

«¿Qué razón tenemos cuando miramos al otro, que tanto satisfacía nuestra vida, con las lentes del despecho y la crítica más ácida?»

¿Dónde está escrito que tengamos derechos sobre las personas que hemos amado? ¿Podemos exigirles que sean como hemos fantaseado y creído el tiempo que duró el enamoramiento? ¿Qué razón tenemos cuando miramos al otro, que tanto satisfacía nuestra vida, con las lentes del despecho y la crítica más ácida? ¿Qué parte de su culpa es la nuestra? Son preguntas que tal vez debería hacerse el político cántabro. Son preguntas que probablemente nunca hayan interesado –más que como una cuestión de amor propio y aún– al antiguo Rey. Porque suele haber dos clases de personas: aquellas que cuando llega el desamor sobreviven en el afecto y el respeto por lo que hubo, y las que se convierten en minuciosas inquisidoras del comportamiento del otro. Amor nos da más de lo que merecemos y su contrario nos quita hasta lo que teníamos antes de conocerlo. Como reaccionemos depende de nosotros.

Y aquí los dos personajes de la función lo han hecho como pícaros, porque entre pícaros parece que ande el juego. Uno enrabietado y con ganas de sangre (parecióme, al oírlo, escuchar el eco de una doncella violada por el señor feudal y su clamor de venganza); el otro, trasnochado –o noqueado, ya no sé– y acudiendo a las leyes del Reino perdido por una mala cabeza y el síndrome del rey Rodrigo. En las crisis de las parejas lo más difícil de restablecer es el vacío que deja la decepción.

Pero las épocas pasan para reyes codiciosos y cortesanos narcisistas y aquí ambos suenan a rancio, a oxidado, a tiempo ido. Ya no digamos frente al esplendor de la princesa Leonor, de uniforme y en bikini, un esplendor que confirma que aquello en lo que hemos creído existe y es el ruidoso coro de esta semana lo que, en realidad, ya no existe. Para ninguno de sus protagonistas, aunque no se quieran dar por enterados.



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