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Cuando todos seamos funcionarios, por Manuel Arias Maldonado

by Marko Florentino
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Apenas hemos reparado en una encuesta reciente sobre las aspiraciones laborales de los españoles; pasan tantas cosas, que ya no sabemos de qué ocuparnos. Pero también pasa que siete de cada diez españoles, según parece, quieren hoy ser funcionarios. Y es algo de lo que deberíamos hablar, pues dice algo sobre el tipo de país que somos y mucho sobre el tipo de país que podemos —o no— llegar a ser.

Ni que decir tiene que debe evitarse de entrada la simplona contraposición entre dos figuras ideales —funcionario versus trabajador del sector privado— tras las cuales se esconde una notable heterogeneidad: ni a todas las plazas funcionariales se accede de la misma manera, ni su desempeño comporta la misma carga de trabajo; se puede ser administrativo, profesor de secundaria o universidad —como yo mismo— e incluso notario o fiscal. Pero tampoco es lo mismo ser asalariado de una gran empresa que estar contratado en una pyme o atreverse a ser autónomo.

Dicho esto, el funcionario ideal de los encuestados parece ser uno que trabaja en un puesto de poca responsabilidad, al que ha accedido por medio de una oposición de dificultad media o baja, gana una cantidad de dinero más o menos decente y goza de una flexibilidad considerable a la hora de organizar su calendario laboral, así como de facilidades para la conciliación familiar y la maternidad. A diferencia del eslogan olímpico difundido por el Barón de Coubertin, casi nadie se imagina al funcionario como alguien que se esfuerza por ser más rápido, más alto y más fuerte; basta con un rendimiento estable que asegure el funcionamiento —ni excelente ni desastroso— de la maquinaria administrativa.

Ahora bien: nadie puede extrañarse de que el trabajo público haya colonizado el imaginario laboral de los españoles. Tal como informaba este mismo periódico, la brecha salarial entre trabajadores públicos y privados ronda en nuestro país el 25%; a favor, claro está, de los primeros. Así las cosas, ¿quién podría decir a los españoles, jóvenes y no tan jóvenes, que hacen mal en prepararse unas oposiciones? Apostar por el sector privado es sinónimo de mayor inestabilidad, mayor carga de trabajo, menor salario; si a ello se suma que resulta difícil prosperar como asalariado de una empresa pequeña y que no somos precisamente campeones mundiales de la productividad, poco cabe reprochar a quien se pasa los días buscando convocatorias en el BOE o planteando dudas al profesor de la academia vespertina.

«Los socialistas se han aficionado últimamente a demonizar ‘lo privado’ y a exaltar ‘lo público’ como suma de todos los bienes»

Tampoco es de extrañar que el asunto deje fríos a nuestros dirigentes, ya que casi todos los partidos gobiernan en algún sitio y desean presentarse ante los ciudadanos como graciosos proveedores de empleo público. Algunos, incluso, suben la apuesta: mientras que la extrema izquierda tacha a Amancio Ortega o Juan Roig de oligarcas sin escrúpulos, los socialistas se han aficionado últimamente a demonizar «lo privado» y a exaltar «lo público» como suma de todos los bienes; acaso para que nadie se pregunte por qué pagamos tantos impuestos.

El resultado de todo ello es una suerte de bloqueo aspiracional colectivo: en lugar de mejorar las condiciones productivas —y la imagen— de un sector privado sin cuyo dinamismo ningún país puede prosperar de verdad, dejamos que se apodere de nosotros una especie de conformismo resignado; nos gustaría ser ese jarrón chino al que nadie hace caso. Pero tal vez no se haya producido cambio alguno de paradigma y solo sigamos siendo tal como éramos: estatalistas católicos antes que emprendedores protestantes. Si bien se mira, la noticia sería que alemanes o británicos respondieran lo mismo que nosotros; y no es el caso. Por lo demás, la administración pública sigue sin tener plazas para todos los españoles: mejor que no preguntemos en la siguiente encuesta si eso sería o no deseable.





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