Hubo un tiempo en el que durante la Semana Santa solo se proyectaban en la televisión única películas de Semana Santa. Toda una filmoteca. En estas páginas Javier Rubio Donzé acaba de publicar hace unos días una excelente lista: Diez películas para Semana Santa, y todas eran pura Semana Santa. Al final, fueron esos años los que consiguieron que uno, más de uno, se aficionara a tales películas. Más allá de su carácter religioso, o cercano, o de época (época que, era, claro, la de la Pasión). Es una divertida paradoja. Comienzas a verlas porque no hay otras durante esa semana, pasan los años, vienen tiempos mejores, se acabó la dictadura, y cuando regresa la Semana Santa, las emitan en televisión o no, buscas aquellas películas que conservan no, precisamente, el halo de la melancolía, sino del que ayudaron a pasar esos días de ayuno (en todos los sentidos).
Ni por la obligada exhibición de asuntos tales, sino porque descubres que eran buenas películas. De acuerdo a la cronología, una Semana Santa de películas podría ser: Quo Vadis (1951), Mervyn Le Roy; La túnica sagrada (1953), de Henry Koster; Los diez mandamientos (1956), de Cecil B. de Mille; Ben Hur (1959), de William Wyler; (1960), Barrabás (1961), de Richard Fleischer; Rey de Reyes (1961), de Nicholas Ray; La historia más grande jamás contada (1965), de George Stevens.
Acabada, por fin, la dictadura, llegaron otras, ya los cines no cerraban los días sacros, la televisión no sería, poco a poco, sólo pública, así, Jesús de Nazaret (1977), de Franco Zeffirelli; La vida de Brian (1979), de Terry Jones; La última tentación de Cristo (1988), de Martin Scorsese; La pasión de Cristo (2004), de Mel Gibson. Y entre las españolas, muy de Semana Santa, tres: Marcelino, pan y vino (1955), de Ladislao Vajda; Los jueves, milagro (1957), de Luis García Berlanga; y en plena democracia, Canción de cuna (1994), de José Luis Garci. Hay más, muchas más. Pero en las clásicas conviene que salgan romanos, de los de entonces.
De todas ellas, el lector incorpore con su buen criterio otras, hay una que es única y verdadera: El evangelio según San Mateo (1964) de Pier Paolo Pasolini (1922-1975). Única por cuanto el muy católico L’Osservatore Romano, en fecha tan reciente como 2015 la declaró la mejor película sobre Jesucristo. Ahí es nada. Única, porque su director conjugaba lo que para muchos podría ser un oxímoron: católico y marxista, o al revés. Única, porque tomaba al pie de la letra el evangelio de Mateo y lo llenaba de imágenes tan sencillas en su expresión literaria como deslumbrantes en su realización. Única, pues los intérpretes no eran grandes estrellas, sino actores improvisados, por ejemplo la aparición del gran escritor Rodolfo Wilcok, como Caifás o la no menos formidable escritora Natalia Ginzburg como María de Betania.
Fue candidata a los Oscar. Eran otros tiempos, más felices, aquel distinguido año de 1964. Parece un documental. Algo que le habría encantado al Umberto Eco de Diario mínimo (1963): el manuscrito, o el rollo cinematográfico encontrado en una cueva. Pero esta vez el manuscrito era un filme. Todo parece tan real, tan de época, tan verosímil que aumenta la emoción, multiplica las sensaciones en el espectador de entonces y de ahora. De hoy. Un estilo visual que ensalza el contenido, que lo intensifica en toda su profunda sencillez. Cine y poesía. Sólo contemplar los cinco discursos de Jesús, extraordinariamente interpretado por el actor español Enrique Irazoqui, con la voz de Enrico María Salerno, transforman el modelo fílmico hollwoodiense en algo auténtico.
«El filme estaba dedicado al papa Juan XXIII, y rezuma tanta compasión hacia el otro que a estas alturas de 2025 conmueve»
El aspecto, la dicción, el movimiento, los gestos, la estética al servicio de la palabra. El filme estaba dedicado al papa Juan XXIII, y rezuma tanta compasión hacia el otro que a estas alturas de 2025 conmueve. La huella del dolor ajeno, la inmensa belleza de unas imágenes tan austeras y al tiempo tan potentes, los primeros planos, la ausencia de retóricas edulcorantes o espectaculares, la enorme dignidad en cada acción, ensalzan la historia que se cuenta. Desde el nacimiento de Jesucristo hasta su pasión y muerte. Católicos, marxistas, liberales, conservadores, protestantes, ortodoxos, todo el catálogo de gentes de diversas, distintas y distantes religiones y políticas, asisten a una obra maestra de la reconstrucción histórica, sin anacronismos, ni guiños a la grada.
La pureza del discurso, tomado literalmente del evangelio de Mateo, se eleva por encima de las circunstancias históricas pasadas, presentes, y probablemente futuras. La eternidad bajo la forma del cine. El entretenimiento del séptimo arte como materia de conocimiento, de pensamiento y de emoción. No hay recovecos, ni segundas o terceras lecturas (tanto que gustaba en la época en que se estrenó el filme), va de frente, asume el riesgo, y lo supera, y ennoblece al cine. Narra lo que fue la construcción de uno de los pilares de la cultura occidental, junto al glorioso pasado de la Grecia clásica y la civilizada Roma. Semana Santa de películas y una para venerar.