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La ministra que eligió la fiesta mientras España se apagaba, por Jorge Mestre

by Marko Florentino
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España se apagaba —literalmente— y la ministra Diana Morant brindaba con vino blanco bajo la pólvora de una mascletà. A veces la política española alcanza tal nivel de simbolismo involuntario que uno sospecha que algún dramaturgo del absurdo está detrás del guion. Pero no, no es Beckett, es el PSOE valenciano.

El 28 de abril, mientras miles de ciudadanos se quedaban atrapados en ascensores, se colapsaban las consultas médicas y los semáforos dejaban de funcionar en plena hora punta, en la población valenciana de Cullera se mantenía la liturgia de la pólvora como si la caída del sistema eléctrico nacional no tuviera nada que ver con ellos. Y al frente de esa mascarada de irresponsabilidad institucional estaban el alcalde socialista Jordi Mayornomen omen— y la ministra de Ciencia, Diana Morant. Sí, la misma que debería liderar la apuesta por la investigación, la digitalización y la innovación tecnológica en España. Pero esa mañana prefirió el desfile de bandas a la banda ancha.

El espejo de una política decorativa

El apagón del 28 de abril fue una metáfora perfecta: el país sumido en la oscuridad, mientras sus dirigentes preferían los flashes de la fiesta a la linterna de la responsabilidad. Morant y Mayor sabían lo que ocurría desde las 12.30, pero decidieron que la mascletà posterior no se tocaba. Priorizaron el estruendo pirotécnico al silencio informativo que padecían sus vecinos.

La escena resulta grotesca: España sin luz, sus servicios colapsados, y el gobierno local —con apoyo ministerial— utilizando a la Policía Local y a los bomberos no para resolver la emergencia, sino para asegurar que la mascletà no tuviera contratiempos. Una escena tan ibérica que duele. Tan simbólica que indigna. España a oscuras y sus ministros de farra.

«Mientras haya aplausos y vino, habrá ministros brindando en mitad del apagón. Porque en la política de hoy, como en los fuegos artificiales, lo importante no es lo que queda después, sino lo que explota más alto»

Cullera se convirtió, por unas horas, en un cuadro de Goya: el caos al fondo y la fiesta en primer plano. La ministra, que debía estar en contacto con Moncloa, las universidades o al menos con el sector empresarial innovador, prefirió el pasacalles a las telecomunicaciones. Participó en la procesión, sonrió a las cámaras y solo se marchó pasadas las tres horas. Su sentido de la responsabilidad, por lo visto, podía esperar.

La ministra como síntoma

Morant representa una nueva estirpe de ministra: no la del conocimiento, sino la del conocimiento posado. La que sustituye los laboratorios por los fotocoles y confunde la divulgación con el relato. Cuando el país se apagó, en lugar de activar el protocolo de crisis, activó el protocolo del aperitivo. ¿Y quién puede culparla? En el PSOE valenciano, últimamente, parece que todo se gestiona como si estuviéramos en una eterna entrega de premios: discursos pomposos, estética cuidada y una absoluta indiferencia por la realidad.

El alcalde, por su parte, ha elevado el arte del escapismo institucional a cotas insospechadas. Mientras Cullera era un laboratorio de caos urbano —ni luz, ni avisos, ni coordinación de emergencias— él se dedicaba a cortejar a la ministra entre pasodobles. Hay algo casi shakespeariano en ese gesto de mantenerse firme en el protocolo festivo mientras todo a tu alrededor se desmorona. Solo que no es Macbeth. Es más bien un cruce entre Bienvenido, Mister Marshall y un anuncio de horchata.

Y mientras tanto, los vecinos de Cullera se preguntaban dónde acudir, qué hacer, si el apagón era local o nacional. Pero nadie les informó. Nadie les guio. Porque las autoridades estaban en el picoteo institucional. El día grande de San Vicente Ferrer se convirtió en el día pequeño del liderazgo.

La oposición —que para eso está— ha hecho lo que tocaba: pedir una investigación. Pero mucho me temo que no llegará muy lejos. El socialismo es experto en el arte de archivar lo incómodo. La consigna será clara: pasar página. Y si hace falta, lanzar una campaña en redes sobre la importancia de «las tradiciones populares como elemento vertebrador de la identidad emocional colectiva» —que suena mejor que decir «preferimos la mascletà a atender a nuestros vecinos».

En el fondo, lo que ocurrió en Cullera no es más que un reflejo amplificado de lo que lleva años sucediendo en la política española: se prioriza la estética sobre la ética, el tuit sobre dar la cara, el brindis sobre el aviso de emergencia. Y en ese contexto, Diana Morant no desentona. Es el epítome de esa política líquida donde todo se reduce a gestos. Hasta el apagón fue interpretado como una oportunidad estética. Oscuridad ambiental para que brillen mejor los flashes del acto.

Cullera, esa maravillosa localidad que estos días ha sido sin querer el espejo de un país que se deslumbra con sus propias luces mientras no ve venir las sombras, merece algo mejor. Merece un alcalde que, al menos, apague la música cuando se va la luz. Y España merece ministros que, cuando se produce una emergencia nacional, dejen el canapé y cojan el timón.

La pólvora huele, la irresponsabilidad también. Pero mientras haya aplausos y vino, habrá ministros brindando en mitad del apagón. Porque en esta España que ya no distingue el carnaval del Consejo de Ministros, el único pecado imperdonable es no sonreír en la foto.





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