Desde la aparición de los primeros mensajes entre Ábalos y Sánchez me pregunté qué habría pasado si no se hubieran impuesto esos canales de comunicación tan cómodos como peligrosos. ¿Se habrían hablado por teléfono del mismo modo, o peor? También esos mensajes habrían quedado en alguna memoria, de todos modos. ¿Cartas? Es una vía mucho más segura, pero ha desaparecido. ¿Fax? ¡Quién recuerda ese bicho!
Así que el escándalo ha sido posible gracias a lo que tantas veces se ha dicho de los mensajes electrónicos: que son peligrosos, que cualquiera puede acceder a ellos, que las empresas los almacenan en su beneficio, en fin, que no son una mejora de la comunicación sino una mejora del control sobre nuestras vidas. Vaya, que quienes mandan de verdad, ahora mandan más y más cómodamente. Y que los súbditos somos más súbditos que nunca.
Yo diría que, además, los mensajes electrónicos, los mails, tienen una espontaneidad distinta y superior a la de cualquier otro medio y por eso han devorado a los menores de edad. Todos los demás sistemas, incluido el teléfono, requieren una preparación, un tiempo de espera, un protocolo que obliga a la reflexión. Escribimos las cartas con una previa memorización de lo que vamos a decir y tomando una actitud clásica y respetuosa como si empuñáramos un arma. Con el teléfono ya empezamos a pensar desde el momento en que marcamos el número y elegimos un modo de hablar y de presentar el mensaje que iremos corrigiendo según se nos reciba. Pero en los servicios de mensajería, como WhatsApp, la escritura es directa e inmediata, a la manera de un teléfono, pero llega por escrito, de tal modo que lo abierto, lo espontáneo, toma una forma nueva y más firme, como una voz petrificada.
Esa es la razón por la que decir de un colega que es «un petardo», de otro que te está «tocando los cojones», que es idiota, o que duerme con el uniforme puesto, todos los insultos de Sánchez, tienen un añadido de solidez y de confianza que choca más que una conversación telefónica. Con toda seguridad eso es lo que realmente piensa de sus subordinados, sin rectificación posible. La presencia inmediata del alma de quien lo escribe, sin el disimulo de la letra o del ruido telefónico, es indudable.
«Sólo aquellos que están dispuestos a humillarse pueden trabajar con un déspota ineducado»
Sí, ya lo sabíamos, Sánchez es un psicópata que se considera superior a toda la población del planeta. Sobre nosotros, sus críticos, sólo cavila cómo neutralizarnos, por usar un verbo inocente. Mucho peor es lo que opina de sus votantes, a los cuales considera unos descerebrados. De hecho, se ríe de todos aquellos bobos que, religiosamente, votan a un partido socialista que ya no existe. Ahora sabemos, además, lo muy por encima que también se pone sobre todos sus colaboradores, una banda de petardos, estultos, toca cojones y demás caricias sanchistas, juicios que deben de haber gustado a los masoquistas que se humillan ante «el puto amo», como le llama uno de los más viles. Porque sólo aquellos que están dispuestos a humillarse pueden trabajar con un déspota ineducado.
Pero no todos los colaboradores son pasados por las armas. Hay que ver cómo respeta a la besucona de Sumar, a la vicepresidenta de Hacienda, a los hombrecitos pequeños y acomplejados de los que se rodea, los Albares, los Marlaska, los Bolaños, todos con cara de haber sufrido abusos continuados y haberse habituado a ellos. A esos sí los respeta. Como todo narcisista, sea consciente o inconsciente, sólo salva a quienes le lamen las botas. Algunos han sido aupados por el estulto de la coleta y en cualquier momento pueden caer en el bando de los que le tocan los cojones al presidente en lugar de lamerle el trasero, por usar el mismo lenguaje tabernario del señor presidente.
Así que todos los empleados de Sánchez están con el agua al cuello, resollando para respirar y con aquel miedo que daban los curas en los colegios religiosos, cuando sacaban el cuadernito de hule y nos miraban de forma aviesa. O los comisarios del Partido. O los fascistas del catalanismo. O los matones vascos. Pobre gente, los progresistas, dan pena cuando no dan risa.