Hace ya años que nuestra democracia vive inmersa en un acelerado proceso de degradación. Muchos de los embates al sistema vienen desde las propias instituciones del Estado, como la infantilización del Congreso o el empeño del actual Gobierno en parasitar el mayor número posible de organismos públicos.
Sin embargo, existe otra amenaza para nuestra democracia que, por su mayor sutileza, puede resultar más peligrosa aún que los zafios intentos de Sánchez por poner a un esbirro al frente de cada institución pública. Hablo del divorcio entre la opinión pública y la opinión publicada.
En efecto, existe una creciente distancia entre lo que piensa el ciudadano de a pie y lo que cuentan los medios de comunicación. O, por ser justos, la mayoría de ellos. Un ejemplo muy claro es el de la inmigración ilegal. Desde la prensa del establishment, se nos presenta a los extranjeros como seres de luz cuya única intención al venir a nuestro país es la de ganarse la vida honradamente, asegurando el bienestar de su familia y, de paso, contribuyendo a la sociedad y a las arcas públicas de la nación a la que llegan.
Afortunadamente, existen casos así, seguramente hasta sean mayoría. Sin embargo, es incuestionable —y, pese a ello, muchos medios y algunos partidos políticos lo niegan de forma pertinaz— que hay otra inmigración profundamente lesiva para nuestra convivencia y nuestra seguridad. Basta echar un ojo a las estadísticas de criminalidad, donde de manera sistemática los inmigrantes son responsables de una cantidad de delitos mucho mayor a la que les correspondería por peso poblacional.
Con todo, este abismo entre el sentir de los ciudadanos y el discurso de muchos medios se manifiesta a veces en ámbitos aparentemente más banales. Es lo que ocurrió este sábado durante Eurovisión. Por explicarlo de forma rápida, la Unión Europea de Radiodifusión (UER), organizadora del festival, advirtió de que multaría a RTVE en caso de que la cadena pública española repitiese los comentarios políticos que había emitido durante la semifinal acerca del conflicto entre Israel y Palestina. Pues bien, la respuesta de RTVE fue iniciar su retransmisión de la gran final con un desafiante rótulo que rezaba: «Frente a los derechos humanos, el silencio no es una opción. Paz y justicia para Palestina».
«Hace tiempo que Eurovisión dejó de ser el ‘festival de la canción’ para convertirse en el festival de la reivindicación, en una pasarela de exaltación de la minoría, de protestas ideológicas y de exhibicionismo quejica»
Antes de nada, cabe aclarar que somos muchos los que pensamos que la legítima defensa que Israel emprendió contra Hamás después del atroz atentado del 7 de octubre de 2023 hace tiempo que dejó de ser proporcionada. Fue la milicia islámica quien inició las hostilidades, sí, de una forma cobarde y despiadada, sí. Pero el bombardeo sistemático y prolongado de la franja de Gaza ordenado por Netanyahu, así como el bloqueo de la ayuda humanitaria, son sin duda censurables.
Sin embargo, no es el papel de una televisión pública saltarse las normas de un concurso internacional para hacer activismo (algo a lo que RTVE nos ha acostumbrado todos los días, no sólo la noche de Eurovisión). Máxime cuando los españoles demostraron después con el televoto que no compartían la opinión de los airados periodistas de la corporación pública, al darle los 12 puntos del voto popular a Israel. Un fenómeno, por cierto, que no se limitó a España, ya que Israel ganó por goleada el televoto en toda Europa, lo que la catapultó a la segunda posición en la general.
Si algo nos ha dejado claro esta edición de Eurovisión —aparte de que el modelo de elección de nuestro representante tiene resultados musicales desastrosos— es que a la gente no le gusta que le sermoneen. A la homilía propalestina de RTVE, los ciudadanos respondieron con un apoyo masivo a Israel.
La polémica adquiere, además, un tinte particularmente dramático cuando se tiene en cuenta que la cantante israelí es superviviente del ataque de Hamás de 2023. Ni en un caso así es RTVE capaz de captar los grises de un conflicto mucho más largo y complejo que lo refleja su infantil pataleta. De alguna manera, los españoles de a pie pusieron, con el televoto, el necesario contrapunto.
Y, puestos a pedir, estaría bien que Eurovisión volviese a ser, ante todo, un concurso musical. Porque hace tiempo que Eurovisión dejó de ser el ‘festival de la canción’ para convertirse en el festival de la reivindicación, en una pasarela de exaltación de la minoría —cuando no de la rareza—, de protestas ideológicas y de exhibicionismo quejica.