Madrid amaneció el lunes envuelta en esa niebla espesa que solo deja pasar lo que conviene. Y justo frente al Congreso, emergió una imagen sin pie de foto, la de Pedro Sánchez convertido en Vito Corleone, mirada de padrino, rosa roja marchita en la solapa y una palabra en mayúsculas flotando como sentencia: «Corrupto». No hacían falta comentaristas, ni platós con tertulianos en nómina. Bastaba la imagen. Un espejo sin maquillaje, aunque desde Ferraz ya hubieran empezado a exhalar vaho para empañarlo.
Pero si la lona fue un mensaje, la respuesta fue una auténtica liturgia del miedo. Pocas horas después, ya había desaparecido. Como por arte de magia… o de llamada ministerial con voz temblorosa. Bomberos, policías y tal vez algún recado urgente de Bolaños actuaron con la velocidad de quien sabe que la verdad, cuando se imprime a gran formato, pesa más que un careo entre Sánchez y Ábalos en prime time.
Y ahí, en ese desmontaje exprés, está el símbolo. No por falso, sino por incómodo. Porque decía en público lo que el poder lleva años tratando de enterrar bajo titulares domesticados. Porque puedes empapelar Times Square de consignas contra Mazón y te aplauden los mismos que gritan «¡censura!» si les borras un tuit de croquetas. Pero si tocas al Sumo Pontífice del Socialismo Progre, entonces la libertad de expresión se convierte en amenaza para la seguridad pública.
A la vez que en Madrid se descolgaban lonas a toda prisa, en Valencia se colgaban grafitis pidiendo cárcel para Mazón. En la mismísima Universidad Politécnica. En la Facultad de Bellas Artes. En horario lectivo y con el visto bueno de los que mandan. ¿Algún fiscal de guardia? ¿Alguna denuncia por injurias? ¿Un bombero con escalera? Nada.
Porque, claro, en este país la libertad de expresión tiene denominación de origen. Si la crítica va contra la izquierda, es fascismo disfrazado. Si va contra la derecha, es arte comprometido. A Sánchez no se le puede retratar como Corleone sin que se active el protocolo Men in Black, pero a Mazón se le puede pintar en una celda, con traje naranja y cartel penitenciario, sin que se inmute ni la fotocopiadora de Álvaro García Ortiz.
La excusa de la lona, digna de zarzuela en versión woke, fue la comunidad de vecinos. Esa institución histórica capaz de decidir el futuro de la humanidad desde el rellano del tercero. Alegó que no sabía que la lona serviría para exhibir al César en versión batín. Claro, como Begoña no sabía que sus programas de másteres venían con un post-it de recomendación. Lo que son las cosas.
En Ferraz alguien activó el botón nuclear de la llorería, ese que dispara oleadas de indignación con banda sonora de victimismo oficial. Denuncia por injurias fue el resultado. Porque en este país llamar corrupto al presidente es un sacrilegio, pero si el presidente coloca a su esposa en un chiringuito institucional, asigna nómina pública a un hermano que escribe partituras a las chirimoyas, mantiene a su pandilla de correrías y fechorías orbitando una presunta trama criminal, y convierte al fiscal general en su escribano de cabecera, entonces no hay escándalo: hay «normalidad democrática».
«En este país la libertad de expresión tiene denominación de origen. Si la crítica va contra la izquierda, es fascismo disfrazado. Si va contra la derecha, es arte comprometido»
Mientras tanto, en Valencia, un artista exhibe su grafiti de Mazón encarcelado, justo bajo el lema «A prisión». Dice que su intención es convertir el vestíbulo de la Facultad en un «umbral cotidiano de denuncia». Qué oportuno. La Facultad de Bellas Artes como sede del nuevo tribunal popular. Y todo con dinero público. El activismo político se ha institucionalizado con brocha gorda.
Cuando Compromís alquiló una pantalla en Times Square para lanzar su mensajito contra Mazón, no hubo bomberos, ni FBI, ni helicópteros sobrevolando Broadway, ni fiscales interrumpiendo el brunch. Aquello era ingenio, decían. Performance con acento valenciano. Libertad de expresión con brillantina y subvención. Pero basta con poner a Pedro en modo Don Corruptone, con la rosa carbonizada de la dignidad, para que se active el protocolo de emergencia, con bomberos en versión comando y órdenes de borrar lona y memoria.
En la España de hoy ya no se debaten ideas, se gestionan silencios. Mientras el Gobierno ve conspiraciones de la ultraderecha allá donde no encuentra aplausos, el ciudadano que se atreve a disentir acaba señalado como enemigo público. Se legisla con rodilleras, se gobierna a golpe de decreto y se purga desde el BOE. La lona no fue un ataque. Fue un termómetro. Y el paciente mostró estar con fiebre alta.
La estética elegida —el de Don Pedro Corleone, a mitad camino entre Moncloa y Palermo— no era una exageración gráfica, era una declaración visual. Porque esto ya no va de política, va de clientelismo de moqueta roja y coche oficial. Se legisla al dictado de socios golpistas con un doctorado en chantaje, y se reparte el poder como quien reparte una pizza en un piso de estudiantes: a dedo, entre colegas, y con el que más grita llevándose el trozo más grande.
¿Era de mal gusto la lona? Para gustos, colores. ¿Ofensiva? Según quién la mire. ¿Ilegal? Que lo diga un juez. Pero censurarla como si se tratara de un artefacto explosivo no es justicia, es pánico al espejo. Porque aquello no era solo una lona. Era un grito sin permiso, un rugido de hartazgo. Un «basta ya» en letras gigantes, de esos que ni los bomberos, ni la propaganda, ni el agua a presión consiguen borrar.
La próxima vez que alguien hable de polarización, que piense en bomberos descolgando una lona y en decanos colgando agravios. Que imagine la escena. Un cuerpo de emergencias movilizado para sofocar el incendio de una imagen, no por peligrosa, sino por incómoda. Porque la democracia no se mide por cuántas veces se vota, sino por cuántas veces puedes molestar al poder sin que venga a callarte.
La lona ha caído. Pero el retrato ya está colgado en otro sitio. En la conciencia colectiva. Y ahí no hay grafitero que lo tape ni bombero que lo retire.