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Jesús Lillo: El malquerido

by Marko Florentino
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María Guerrero encabezó el reparto de ‘La malquerida’ de Benavente en su estreno, precisamente en el teatro que hoy lleva su nombre, y David Azagra (identificado como Sánchez Pérez-Castejón en los juzgados de instrucción de Badajoz) es ‘El malquerido’ de un drama rural que Nacho Cano planea ahora convertir en musical, con partitura del propio Azagra, policías de Marlaska, pelo de la dehesa, becarios mexicanos, listas abiertas, medalla de oro de Ayuso y la Ser y ‘El País’ lanzando alertas a todo trapo.

‘El malquerido’ va del hermano de un político al que enchufan en una diputación provincial y al que luego pillan sin dar palo al agua, como a una Jésica cualquiera, teletrabajando que se dice. La historia es tan vulgar que no merecería un libreto como el que esboza Nacho Cano en su estudio, ni siquiera un sainete, pero la escalofriante figura del hermano carnal del protagonista, político de altos vuelos y bajos fondos, da pie a un enredo donde el amor hace estragos y, sobre todo, distingos. ‘El malquerido’ no es una Jésica del montón, ni una Miss Asturias de a mil euros. «La gente no se pega por estos puestos», apunta Óscar Puente desde la concha, invertida para que sea el público quien lo escuche a grito pelado.

‘El malquerido’ es un pobre hombre a quien su hermano ni siquiera dedica una carta a la ciudadanía como la que firmó cuando a su mujer, la del político, comenzaron un año antes a investigarla en los juzgados. Lo que en apariencia y a ojos del espectador se presenta como un drama costumbrista, pasatiempo coyuntural y reflejo de su tiempo, esconde en una segunda lectura, más que sugerida, una honda reflexión sobre la proporcionalidad de los sentimientos, conyugales o fraternos, y la posibilidad de someterlos a un reglamento inmaterial que los haga predecibles en un mundo sometido a la volatilidad de las pasiones. Viajamos así del Badajoz socialista a los clásicos griegos, que a través de ‘El malquerido’ y por lo vicario, otra forma de violencia, interrogan al hombre en su conjunto sobre la fuerza y la dirección del amor, y sobre los reflejos condicionados por las relaciones y los intereses de pareja y familia.

Si por una simple e incipiente investigación judicial, la de su esposa, el político de este drama –personaje que no aparece en escena, como Pepe el Romano en ‘La casa de Bernarda Alba’, donde solo es sombra y todo es él– se marcó dos cartas a la ciudadanía, la apertura de juicio oral a su hermano se salda en el segundo acto de ‘El malquerido’ con un turbador silencio epistolar. El cuadro de este acto se cierra con el Rey en su escritorio, esperando en vano a que el político, hombre sin escrúpulos ni maneras palaciegas, acuda a su despacho para explicarle, al menos, por qué nunca se dignó a escribir una carta a la ciudadanía, si quiera un mal telegrama, para compadecerse de lo que le estaban haciendo a su pobre hermano, precisamente los mismos que habían deshonrado por lo penal a su esposa.

‘El malquerido’ termina mal, con el sabor amargo que el político deja en la boca abierta de un público al que se le cae la baba y que llegó a creer en el amor como reactivo y bálsamo –cinco días de tratamiento– contra todo mal, miedo o tormento. Telón, tolón.



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