Todo empezó mal, para el cine, claro. Máximo Gorki escribe el 4 de julio de 1896: «La pasada noche estuve en el Reino de las sombras. Si supiesen lo extraño que es sentirse en él. Un mundo sin sonido, sin color. Todas las cosas -la tierra, los árboles, la gente, el agua y el aire- están imbuidas allí de un gris monótono. Rayos grises de sol que atraviesan un cielo gris, grises ojos en medio de rostros grises y, en los árboles, hojas de un gris ceniza. No es la vida, sino su sombra, no es el movimiento, sino su espectro silencioso». Lo curioso es que el cine desde sus primeras proyecciones se nutrió de la literatura. Contaba David Lynch que el cine a la altura de finales del siglo XX, un siglo después de su irrupción en las Bellas Artes, la séptima, aún no se había liberado del yugo literario. Para muchos el verdadero cine, el arte cinematográfico, fue el cine mudo, en el que todo se conjugaba en la imagen, sin palabras. Imágenes puras y duras. Son opiniones. Lo cierto es que el vaivén cine y literatura ha divertido a una buena parte de la crítica mediata e inmediata a lo largo de cien años.
El cine entró a saco en las adaptaciones literarias. Con el enorme potencial que el nuevo arte exhibía en cuanto a las audiencias millonarias, pronto, en todo el mundo, la competencia literaria entraba en declive. Pero el cine se alimentaba de la literatura, de la buena, de la mala y de la regular. Era un almacén infinito de historias que contar. Y los Premios Nobel literarios no se iban a ir de rositas.
Eso de la preeminencia del cine sobre la literatura lo ha contado meridianamente bien, como siempre, Víctor Erice al confesar que el primer conocimiento que tuvo de Frankenstein fue la película dirigida por James Whale en 1931. Después, leyó la novela de Mary Shelley, pero para él, como para millones de espectadores, la imagen de Boris Karloff como el monstruo quedaba instalada en la retina y, lo que es más relevante, en la memoria para siempre. Al leer la novela de Shelley no podía olvidar, era imposible, esa es la fuerza del cinematógrafo, los gestos, la indumentaria, las palabras del Frankenstein peliculero. De ahí que la controversia cine y literatura siga perenne en la mente de los espectadores y de la crítica. El debate sin fin.
Ahora bien, hay adaptaciones y adaptaciones. Como siempre. Vayamos a tres que son obras maestras en el libro y en la pantalla. Surgidas de tres escritores, premios Nobel, distintos y distantes. Un alemán, Thomas Mann (1875-1955), un norteamericano, Ernest Hemingway (1899-1961) y un ruso (entonces, soviético), Boris Pasternak (1890-1960). Cada uno recibió (salvó el pobre Pasternak al que la dictadura soviética le prohibió viajar a Estocolmo y además le exigió rechazarlo), el premio con absoluto reconocimiento. Mann en 1929, Hemingway en 1954 y Pasternak en 1958.
Elijamos tres películas basadas en sus obras. De Mann, la novela se publicó en 1912, Muerte en Venecia (1971) dirigida por Luchino Visconti, interpretada, prodigiosamente por Dick Bogarde. Las variaciones entre libro y película son esenciales. El protagonista en la novela es escritor, en la película, músico (trasunto, brillante, de Mahler). El cambio es esencial para permitir a Visconti desarrollar toda una teoría de la creación artística a través de la música, que se inserta en la película. Lo demás es accesorio. Pero una y otra, novela y película, describen poderosamente la intención última de Mann: la búsqueda incesante de la belleza. Asunto hoy, como podemos comprobar diariamente, imposible de recuperar ante la barbarie presente.
«El trabajo de César A. Molina sobre ‘Zhivago’ es el más completo escrito en español sobre una adaptación al cine de una novela»
La siguiente es la adaptación de un breve relato, brevísismo, pero de lo mejor que Hemingway escribió, titulado The Killers (1927), Robert Siodmak, con la deslumbrante interpretación de Burt Lancaster y una jovencísima y bellísima Ava Gadner, la llevó a la pantalla en 1946. Cómo es posible que de un relato que apenas advierte una historia detrás, el guion, escrito por Richard Brooks, Anthony Weiller y John Huston, en el desarrollo de la trama envolviera, prodigiosamente, la atmósfera, la tragedia que esas breves líneas del Nobel norteamericano albergaran. Misterios de esa relación tan caprichosa entre cine y literatura. Pero lo fue. Una obra maestra. Cumbre hoy del género negro. Cuando lo escribió Hemingway, ese género, el cine negro, apenas había comenzado.
Cerremos la trilogía con Dr. Zhivago, de Pasternak. La novela se publicó en Italia, por razones obvias en 1957, y la película se estrenó en 1965. César Antonio Molina en 2015 y en la exquisita Editorial Trifolium publicó Zhivago, un contundente y exhaustivo ensayo sobre las coincidencias y las diferencias entre la magna novela rusa y la versión cinematográfica, sublime por cierto, del director inglés David Lean. Lo de Molina es extraordinario porque hoy es el más completo trabajo en español sobre una adaptación al cine de una novela.
Esto son sólo tres modestos apuntes, tres ejemplos de cómo el complejo matrimonio entre cine y literatura opera para crear belleza sobre la belleza. Emoción sobre la emoción. Angustia sobre la angustia. Melancolía sobre la melancolía. Tres monumentos cinematográficos surgidos de tres monumentos literarios. No hay tantos como uno pudiera o quisiera pensar. Pero los tres confirman el gran hallazgo borgiano respecto a la literatura, que el cine, a lo largo de más de cien años también ha compartido: el misterio de la creación literaria (incorporemos al cine) es que lo surgido de la imaginación de uno se convierte en la memoria de otro (el lector, el espectador). Nunca la literatura fue tan reconocida en las imágenes como en estas tres películas. Y en unas cuantas más. Pero esa sí que es otra historia. Continuará.