Han tenido que hacerse públicas unas chuscas grabaciones en las que una militante socialista quiere conocer datos comprometedores de quienes investigan, entre otros, supuestos delitos de tráfico de influencias de dirigentes de su partido y miembros del Gobierno, y una, aún más chusca, comparecencia posterior suya ante la prensa, para que algunos destacados dirigentes y exdirigentes del PSOE se lamenten públicamente sobre esta última deriva del partido y llamen a la insubordinación de quienes, dentro del mismo, «piensan libremente» y son «fieles a su tradición crítica», a su «algoritmo cultural e ideológico».
Salvo en el ámbito del crimen organizado, es difícil pensar en una organización de la que sus integrantes no puedan decir: «No está en nuestro ADN, ni en nuestra tradición, robar o matar o secuestrar, o, en general cometer delitos». Lo cual es muy distinto, por supuesto, a poder asegurar que todos y cada uno de sus integrantes, incluyendo quienes eventualmente asuman cargos públicos, sean probos ciudadanos. Una primera conclusión habrá de ser obvia: del hecho de que haya políticos corruptos o sencillamente delincuentes en un partido, no se sigue necesariamente que tal partido lo sea de modo intrínseco. Ni el PP de la Gürtel es por ello una «mafia», ni el PSOE de Felipe González en los años que operó el GAL una «organización terrorista».
Pero acabo de afirmar algo que no es del todo cierto: sí hay partidos políticos en cuyo ideario está, en un sentido relevante, el quebrantamiento del orden jurídico de un régimen democrático fuera de las vías que el propio sistema establece, incluso por medios violentos (en las llamadas democracias militantes, suelen estar prohibidos). ¿O acaso no fueron exactamente esas las señas de identidad de ERC y lo que hoy es Junts desde el inicio del procés? ¡Qué no decir de Bildu! ¿Y acaso no podría seguir siendo ese su «algoritmo» político, aunque se haya renunciado al ejercicio de la violencia (y no así a la «mutación» constitucional, al fraude, al desarme del aparato del Estado en esas comunidades autónomas, a la desobediencia institucional sin más)?
Cierto: los partidos políticos evolucionan y sus estrategias políticas también. El PCE ya no manda sicarios a matar a disidentes en el «interior», y el PSOE es un partido democrático a pesar de que apoyó la Revolución de Asturias en 1934 y uno de sus máximos dirigentes fue ministro en una dictadura. Y lo mismo si consideramos a los célebres «herederos» del franquismo, o los herederos de aquellos, incrustados en la derecha política (también la nacionalista catalana, por supuesto).
Hablemos, pues, de los principios, no de las excepciones o excrecencias inevitables; de cuánto se cree en ellos, de cuál es alcance del compromiso con «los valores de X». Y despeje usted la incógnita como prefiera («progreso», «civilización cristiana» o «libertad» o…) pues valores y principios, en última instancia morales, abrazan todos (y no sólo la izquierda). La «superioridad moral» va de suyo, es un presupuesto pragmático inevitable de todo aquel que, en serio, considere que nuestra convivencia exige que hagamos X o Y o Z. Imaginen la cara que pondríamos si alguien afirmara la pertinencia de votar la política X o la ley Y, y a continuación añadiera que no está claro que sea lo mejor para el país o para «la vida de la gente», como se dice ampulosamente en algunos pagos ideológicos.
«No nos despistemos con lo fácil, las corruptelas, corrupciones y tejemanejes de buscavidas y rufianes»
Así pues, no nos despistemos con lo fácil, las corruptelas, corrupciones y tejemanejes de buscavidas y rufianes, ese universo de políticos o militantes cuya vida depende, de modo más o menos directo, del presupuesto público y que por ello están siempre dispuestos a lo que mande el señorito. Que levante el dedo quien apruebe las prácticas de un Bárcenas o una Leire y tantos y tantos otros…
Se lamentaba Eduardo Madina por el conjunto de condiciones que permitieron que, en su organización más que centenaria, señera, respetable, personas de tan dudosa reputación y cualificación como Koldo o Leire jugaran roles relevantes. Para empezar el de ocupar cargos para los que es legítimo pensar que les ha bastado una línea de su CV: «Ser del PSOE y de lealtad mineral».
Pero demos un paso atrás: ¿cuál ha sido «el primer motor», la condición necesaria, para que se diera todo ese contexto? No hay otra respuesta posible, me temo: el apoyo a Pedro Sánchez, siquiera sea mediante silencio cómplice, dentro de su organización, y el voto de millones de ciudadanos que tienen por única divisa que «gobiernen los suyos».
«Este PSOE ocupa hoy el poder gracias a un canje ignominioso que muy poquitos dentro de ese partido han denunciado»
El caso Leire es todo lo que nos avergüenza a los socialistas, dice Madina. No solo, ni es lo más importante; lo que debería avergonzar a cualquiera de sus correligionarios o a los votantes de su partido, ciudadanos que se tomen en serio algunos principios, aunque sean pocos y modestos, es «el caso Pedro Sánchez». Cierto: con buenas dosis de caridad interpretativa su encarnadura política y moral fue discutible, dudosa, durante algún tiempo. Pero ya no lo es más. Este PSOE ocupa hoy el poder gracias a un canje ignominioso que muy poquitos dentro de ese partido y sus barrios aledaños han denunciado, y que nada tiene que ver con esa historia y tradición; un cambalache que milita directamente en contra de la cohesión, de la justicia social entre españoles – los «territorios» no son más que accidentes- y de los fundamentos del Estado de derecho.
A nadie que hoy piense y juzgue con esa libertad que reclama Lambán se le puede ocultar que bajo ese arrojo temerario de «su» líder solo hay desvergüenza política, amoralidad y carencia absoluta de líneas rojas, es decir, de principios. Y más pronto que tarde tocará pasar de las palabras a las urnas. Esa es la grandeza de la democracia: poder exigir responsabilidades y remover a quienes frustraron nobles propósitos, desatascar la cloaca originaria como buenos fontaneros.
Veremos.