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Política y mentira

by Marko Florentino
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Dice el viejo refranero popular que la mentira tiene las patas cortas. Me parece un buen consejo, porque el coraje de afrontar la verdad nos habla de la grandeza personal. Aunque no siempre esta máxima se cumple de inmediato. Tomemos el ejemplo español. Pedro Sánchez llegó al poder utilizando la retórica de la supremacía moral. Y su primer gobierno fue, desde muchos puntos de vista, sorprendente: un astronauta junto a una alta funcionaria de la Comisión Europea, un magistrado junto a un escritor… El espejismo duró poco, porque lo que había detrás era una especie de hueco, una mezcla de ideología identitaria y de marketing. Ni siquiera una retórica más sofisticada que el maniqueísmo, sólo el uso táctico de la falsedad enmascarada como cambios de opinión. Y esa práctica ha durado siete años, oculta detrás de unas lágrimas de adolescente como pudimos ver en la comparecencia del pasado jueves: «Hasta esta mañana no supe nada», se nos dijo. Ergo, soy inocente. Podemos repetir su argumento: como nosotros, también el poder fue engañado: no en una, sino en múltiples ocasiones. Pero ahora el presidente será implacable con la corrupción. Esto es lo que se nos pide que creamos. Por supuesto, siempre hay gente dispuesta a creer en cualquier cosa. A veces por ira, otras sencillamente por partidismo o sectarismo o incluso por cansancio o… En España todo resulta extremado, ya se sabe.

El uso de la mentira como método no es nuevo. La tradición cristiana ya le asignaba un rostro, el del demonio que calumnia y engaña. De ahí la célebre imagen recogida por San Lucas en un versículo de su evangelio: «Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo». René Girard interpretó esta imagen como un símbolo universal del poder que se desmorona tras haber deslumbrado con su luz falsa. Su caída, reflejada por un haz de luz, guarda una curiosa enseñanza. Al igual que sucede con los fuegos de artificio, la falsedad brilla con más fuerza en el momento de desvanecerse. Esa sería su estrategia: deslumbrar alterando nuestra percepción de la realidad. No en vano, la «opinión sincronizada», característica de la propaganda moderna, es el instrumento preferido de los regímenes con tics iliberales. Se diría que la mentira es un método especialmente dañino para las sociedades. Siempre lo ha sido.

Cuando el prestigio de un gobierno –su auctoritas en el sentido romano–, empieza a caer, entramos en un territorio inquietante. Los ecos de la representación se apagan y ni siquiera entretienen. La mentira –ahora sí– empieza a tener las patas cortas, más que nada, porque su precariedad constitutiva es ontológica. La realidad, decía Pla, es una fuerza imparable. Se impone allí donde el nihilismo moral no funda nada valioso. Se limita a ocupar el espacio y el tiempo, como la niebla o el humo.

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Lo cual no limita sus daños. En cierto modo, el sanchismo recuerda una especie de trumpismo a la inversa, legitimado por la pretendida superioridad moral de la izquierda. El deterioro a lo largo de estos años en el funcionamiento de las instituciones democráticas no es un daño que resulte sencillo revertir. La mentira puede tener –o no– las patas cortas, pero sus efectos perduran como una plaga en la conciencia de una sociedad. Me temo que todavía queda mucho camino por recorrer.



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