Incisiva y controvertida, Pauline Kael solía dar relevancia a la dimensión sociológica de las películas de estreno: le parecía que el repentino éxito o el inesperado fracaso de un film dice algo sobre el público y la cultura de su momento. Ya se trate de una buena o de una mala película; para la famosa crítica del New Yorker, las segundas también pueden revelar los deseos de la audiencia o iluminarnos acerca de la naturaleza de la experiencia cinematográfica. Por supuesto, sobre la calidad de una película hay casi siempre mucho que discutir y la propia Kael llegó a elogiar la cualidad «liberadora» del cine trash que no engaña a nadie y solo persigue divertirnos. Pero tampoco en el marco del cine de autor —aquel que quiere escapar de la uniformidad comercial de su tiempo para expresar la visión personal de su autor— puede saberse de antemano qué tocará la fibra sensible del gran público o seducirá al jurado de un gran festival.
Digo todo esto porque Sirat, la nueva película del cineasta gallego Óliver Laxe, vino de Cannes con un premio importante y está recibiendo una notable afluencia de espectadores desde que llegó a las salas españolas. No se trata de una recepción pacífica, ya que hay críticos que ponen reparos y espectadores que se salen del cine: Alberto Olmos ha dicho que se aburrió muchísimo con una película que a sus ojos adolece del buenismo ideológico que exhibe el director en sus coquetas intervenciones públicas; otros se han sentido manipulados por el director gallego. Por su parte, Miquel Echarri ha llamado la atención en un suplemento de El País sobre el rechazo espontáneo que Sirat provoca entre unos espectadores habituados a las amables convenciones del cine de estreno.
Desde este punto de vista, el éxito relativo de Sirat sería el producto de un malentendido; muchos de quienes acuden a verla están poco familiarizados con el tipo de película que Sirat quiere ser y, sencillamente, se sienten incómodos en ausencia de ese amable clasicismo que plantea situaciones dramáticas inteligibles y ofrece significados discernibles. Para colmo, la cinta de Laxe retrata a una comunidad de inadaptados vocacionales —esos raveros que van de fiesta en fiesta por el desierto— con los que resulta difícil practicar el juego del reconocimiento que tanto placer nos proporciona en la sala de cine: encontramos dificultades para saber qué mensaje quiere transmitir —si es que quiere transmitir alguno— una obra con la que además se pasa un mal rato.
No en vano, como señala el propio Echarri, a Sirat se la ha relacionado con ese «cine de la crueldad» del que hablara André Bazin y que en los últimos años se identifica con la obra de Michael Haneke o Lars Von Trier o Ulrich Seidl; al déficit de significado se sumaría, entonces, un déficit humanista inasumible para muchos espectadores. Es un tipo de cine que recibe premios en festivales; aunque no podamos saber qué películas van a triunfar en Cannes o Venecia, hay temas y elementos que ayudan a competir: ahí tienen al fatuo Ruben Ostlund, que cosecha Palmas de Oro mientras epata a los burgueses, así como a esa Julia Ducournau jaleada por una obra —Titane— cuyo principal mérito es aunar confusamente feminismo radical y teoría cyborg.
Pero incluso quien se propone ir a la conquista de los grandes festivales, apostando por las convenciones dominantes en el cine de autor de su época, puede fracasar en el intento; cualquier tipo de cine puede hacerse bien y puede hacerse mal. No es tampoco infrecuente, por cierto, que lo que hoy nos parezca mal llegue un día a parecernos bien: una de las películas que se han traído a colación en la exégesis de Sirat es aquella Carga maldita de William Friedkin —remake de El salario del miedo de Clouzot— que fue abucheada en 1977 y se ha convertido entretanto en un filme de culto.
«Huelga decir que con esta historia —el guion lo firman Óliver Laxe y Santiago Fillol— se pueden hacer películas de distinto tipo»
Ya veremos, pues, qué pensamos de Sirat dentro de unos años. Pero ¿qué pensamos ahora? Sabido es que la película está ambientada en el insólito mundo de los raveros que bailan en el desierto al ritmo de música trance y con el estímulo frecuente de unas drogas a las que apenas se alude. Un agente exterior —padre que busca a su hija desaparecida en compañía de su hijo pequeño— se introduce en ese mundo y sigue a un pequeño grupo de raveros que viajan al sur de Marruecos en busca de «otra fiesta». Antes de que emprendan la marcha, los militares irrumpen en escena; según vamos sabiendo a través de la radio, se ha desencadenado algo parecido a un conflicto bélico mundial.
Mientras tanto, padre e hijo confraternizan con los raveros y siguen a duras penas su camino: buscan combustible, atraviesan ríos, conducen montaña arriba pegados al desfiladero. Sin embargo, para sorpresa del espectador, los acontecimientos se precipitan de manera inesperada: primero, con la muerte accidental del hijo; luego, con el involuntario acceso del grupo a un campo de minas en pleno desierto. Allí tendrá lugar el desenlace de la película, cuyo epílogo es el viaje de los supervivientes hacia ninguna parte: se han subido a un tren lleno de refugiados y avanzan por la llanura vacía hasta que un fundido en negro pone fin a su peripecia. Fin.
Huelga decir que con esta historia —el guion lo firman Óliver Laxe y su habitual colaborador Santiago Fillol— se pueden hacer películas de distinto tipo. De hecho, los críticos han identificado un conjunto de filmes con los que Sirat puede emparentarse de alguna manera: Mad Max (creo que fue el crítico Justin Chang quien habló de Mad Lax en Cannes), El salario del miedo y su citado remake (evocadas ambas en la difícil subida de las camionetas por la montaña), esa Gerry de Gus Van Sant en la que dos amigos se pierden por el desierto (traída a colación por Manuel Lombardo), o, desde luego, Centauros del desierto (donde un tío que quizá es el padre busca a una chica raptada por los indios); y aun podríamos añadir Ice Cold in Alex, titulada Fugitivos del desierto en nuestro país, en la que J. Lee Thompson recrea —desde el año 1958— la aventura de un grupo de soldados británicos que atraviesan el desierto norteafricano en plena II Guerra Mundial. También se ha hablado de Werner Herzog, tan aficionado a las localizaciones extremas, del Tarkovski de Stalker y de la mismísima Easy Rider.
Hacer cine bien entrado ya el siglo XXI presenta este inconveniente: cualquier melodía incluye notas que nos parece haber oído antes. Pero Sirat no es un pastiche, sino una película con personalidad propia que sale bien parada de casi todos los riesgos que corre y se las apaña para ir cobrando fuerza mediante un paradójico camino de desnudamiento que contraviene las expectativas del público. Alguien ha dicho que la película no arriesga lo suficiente y se traiciona a sí misma; es difícil estar de acuerdo.
«A pesar de que la aventura que relata se presta a la grandilocuencia, ‘Sirat’ es contenida a su manera»
¿Y si yo dijera que La zona de interés, como traté de explicar en este mismo blog, es menos radical que Sirat? Porque así me lo parece, pese a que Laxe incurre en complacencias análogas a las que marraban la película de Glazer: el primero no tenía ninguna necesidad de introducir en la trama un componente apocalíptico a través de una aparente guerra mundial, ni de hacer que uno de los personajes diga que el fin del mundo lleva mucho tiempo en marcha… por más que sea el tipo de frase que un outcast como él pueda pronunciar cuando conduce bajo la lluvia. Por fortuna, la película no abusa de esta clase de declaraciones ni contiene personajes locuaces; a pesar de que la aventura que relata se presta a la grandilocuencia, Sirat es contenida a su manera. Más que una Gran Obra sobre Temas Trascendentes, habría que verla como una pequeña gran película de aventuras a la manera existencialista de los años 50.
Aclárese de inmediato que la radicalidad de Sirat no es la que podríamos encontrar en algunas películas del propio Tarkovski, en el segundo Bresson, en Philippe Garrel o en Straub-Hulliet: la película tiene una trama perfectamente discernible, contiene no pocas peripecias o «pruebas» y, si bien se cuida mucho de proporcionar información al espectador sobre las biografías de sus personajes, estos se dejan interpretar por el espectador gracias a su carácter arquetípico. No sentimos, en fin, vérnoslas con una narración opaca. Claro que Sirat tampoco es radical a la manera en que quieren serlo películas como la mencionada Titane, ya que aquí no se trata en ningún momento —al menos no se nota— de escandalizar a los burgueses; en el mejor de los casos, se los quiere confundir. Porque cuando hablamos de «correr riesgos» estamos refiriéndonos a las decisiones que adopta un realizador a la hora de concebir su obra; algo que vale por igual para la literatura, la música o el teatro. Y hablamos, por lo general, de decisiones formales; aunque es posible arriesgar con el tema o los personajes elegidos.
Más aun, esos riesgos son por definición rupturas o al menos violentamientos del modelo narrativo dominante, que a su vez difiere en cada tipo de cine: una cosa es el mainstream comercial y otra el cine de autor. Cuando decide revelar la identidad de Judy en Vértigo, Hitchcock está innovando; como innovan Welles en Ciudadano Kane, Resnais en Hiroshima mon Amour o Antonioni en La aventura. Pero también lo hacen George Miller en Mad Max Fury Road, Wong-Kar Wai en In the Mood for Love, Paul Thomas Anderson en The Master o Aki Kaurismaki y Albert Serra —entre muchos otros— con su particular forma de hacer cine; los ejemplos son incontables y entre ellos hay logros memorables e intentos fallidos. Toma riesgos quien trata de hacer cosas distintas vulnerando el «derecho narrativo» —que decía Ferlosio— del espectador, quien suele esperar que la película o el libro de turno reproduzcan el modelo al que se ha acostumbrado.
Nótese que hablamos de creadores que se insertan de alguna manera en la industria y, por lo tanto, tienen que lidiar con el público; quienes se han emancipado de esa servidumbre, apelando exclusivamente a las minorías, ya no arriesgan: el Godard de Adiós al lenguaje, por ejemplo, va sencillamente a su aire. De modo que arriesga de verdad quien se lo pone difícil al público y compromete con ello la recepción de su obra, pese a que no le es indiferente el destino financiero que esta corra.
«La invisibilidad de la amenaza multiplica la angustia del espectador»
Pues bien, Laxe procede en Sirat a tomar riesgos calculados que se sitúan principalmente en el plano dramático: matar al hijo del protagonista a mitad de película —una muerte anunciada facilonamente con los planos en que se lo ve jugar con el perro dentro del automóvil—es una decisión atrevida que sitúa de golpe a la película en un terreno imprevisto. Y aunque Hitchcock dijera célebremente, a propósito de su Sabotaje, que matar a un niño en pantalla es un abuso de poder, no puede decirse que el fallecimiento de Esteban en Sirat resulte inverosímil: la expedición de la que forma parte atraviesa un paisaje lleno de peligros y acaso el padre que busca a su hija debería habérselo pensado mejor antes de salir de casa.
No obstante, Laxe vuelve a recurrir al shock cuando el grupo que forman Luis —el padre al que interpreta Sergi López— y los raveros —a los que dan vida actores no profesionales— se detienen a bailar en mitad del desierto y una de las integrantes del grupo salta por los aires tras pisar una mina. A partir de ese momento, la búsqueda de una salida del campo de minas en que se han adentrado sin saberlo se convierte en una tarea mortal de necesidad; la invisibilidad de la amenaza multiplica la angustia del espectador. Nadie cuestionaría el verismo de esta situación si hubiera ido a ver una película de aventuras; los géneros conforman nuestras expectativas. En este caso, el campo de minas es un disparador de abstracción que permite al director terminar la película con una poderosa nota existencialista: la vida entera está minada. Hay que entender que algunos espectadores se sientan utilizados por el realizador, que va disponiendo de la vida de sus personajes como un dios que quisiera escribir su primera novela; no obstante, la envoltura genérica otorga legitimidad a sus decisiones, porque una travesía por el desierto admite toda clase de complicaciones sobrevenidas.
Sea como fuere, el principal riesgo que asume el realizador consiste en negar a los espectadores un significado accesible; la lección moral no aparece por ninguna parte. Nunca aparece la niña desaparecida; la búsqueda del padre termina en un completo fracaso. Y no sabemos bien cómo interpretar los planos en los que la cámara centra su atención en los altavoces, que parecen erigirse como monolitos en mitad del desierto: sale de ellos una música repetitiva —aunque la película tiene la delicadeza de no abusar de ella— que pone a bailar durante horas a individuos cuya vida parece consistir en una sucesión de raves a espaldas del mundo. Uno de ellos viste una camiseta que constituye una declaración de intenciones: en ella se representa a dos personajes de Freaks, la película de Todd Browning; estos raveros se ven a sí mismos como unos inadaptados — más cercanos al punk que al hippismo — que buscan su propio camino.
Este aspecto de la película merece atención, ya que Laxe parece contradecir sus declaraciones públicas habituales e imbuye a sus personajes de un talante desesperanzado y casi nihilista que poco tiene que ver con el deseo de construir un mundo mejor. Es el suyo un paisaje post-utópico; nadie cree ya en las viejas utopías. Ni siquiera relajando los criterios aplicables para identificar las utopías, como hace la literatura contemporánea sobre la materia, cabe considerar a los personajes de Sirat bajo ese marco. Aunque cabe suponer que todos ellos rechazan el mundo tal como lo conocemos, el utopismo exige —dice Lisa Garforth— imaginar alternativas sociales susceptibles de ser generalizadas. Y el film no va por ahí.
«Algunas objeciones: a veces, los diálogos son poco naturales; alguna secuencia es prescindible; a otras les falta síntesis»
En el mejor de los casos, los raveros de Sirat conforman eso que los académicos llaman «comunidades intencionales», que son pequeños grupos de personas se juntan para realizar valores compartidos y experimentar con una suerte de utopía privada. Tampoco eso está aquí claro, sin embargo, ya que —lo ha señalado Ruth Levitas— las prácticas utópicas han de ser manifestaciones del deseo compartido por una vida mejor. Y si bien el nomadismo ravero constituye una forma de vida deseable para sus practicantes, su universalización es impracticable; se trata de una subcultura que escoge los márgenes y es, en cierta medida, parasitaria del sistema que rechaza. La singular comunidad de Sirat encaja tal vez en el molde de esas «zonas temporalmente autónomas» descritas por el anarquista Hakim Bey: espacios que eluden el control gubernamental y establecen relaciones sociales no jerárquicas entre sus miembros.
No está claro así que Sirat contenga un «mensaje» para los espectadores; la película se antoja más abierta de lo que hubiéramos podido esperar. El campo de minas puede ser metáfora de muchas cosas; la desaparición de la hija y el fracaso del padre no se dejan asimilar fácilmente. Cuando Esteban contempla a los raveros jugar entre los camiones en marcha y exclama «¡Cómo molan!», la mirada concernida del padre que prefiere callar expresa sus dudas acerca del modelo de vida propuesto por sus accidentales compañeros de viaje. Y si la mayoría de ellos acaban muertos, los supervivientes se desplazan en un tren a ninguna parte. El final de la película, como se ha dicho, conecta con ese tono apocalíptico que Sirat no necesita; aunque sirva para vestirla a ojos de crítica y público en este mundo que nos gusta calificar como incierto y caótico.
Pueden plantearse algunas objeciones suplmentarias: a veces, los diálogos son poco naturales; alguna secuencia es prescindible; a otras les falta síntesis. Pero la película tiene una fuerza visual poco frecuente en el cine español, a lo que contribuye la fotografía de Mauro Herce, así como un potente score firmado por Kangding Ray. En suma: sus pocos defectos se ven compensados por sus muchas virtudes. Yo mismo, de hecho, entré a la sala pensando que la película lo tenía todo —incluidas las declaraciones públicas del realizador— para disgustarme, pero no fue eso lo que sucedió; justo es subrayar la derrota del prejuicio a manos de la experiencia, aunque quizá esta última termine cobrándose su venganza más adelante.
Volviendo a las tesis de Kael: ¿por qué acude la gente a ver Sirat? ¿Y por qué una parte de los espectadores termina por abandonar la sala? Quisiera pensar que el cine de autor está encontrando nuevos caminos dentro de la industria española, rompiendo con la uniformidad que provoca una política de subvenciones proclive a las modas ideológicas. De qué manera se relaciona eso con el público que todavía acude a las salas, es difícil saberlo: hay un tipo de espectador que consume cine español por inercia y acaso reaccione irritado ante una propuesta como esta. Y más de uno se sentirá atraído por un fin del mundo que se escenifica en el desierto que queda al sur de la península: milenarismo y orientalismo, dos por uno.
Pero eso no debe preocuparnos ahora: lo que cuenta es que Sirat es una película notable, que podía haber fracasado si sus autores no se hubieran manejado con sorprendente pericia en un terreno dificultoso. No en vano, Sirat es una palabra árabe que designa el estrecho puente que todas las personas deben cruzar el Día de la Resurrección: sirva como imagen de lo que este filme logra, bordeando el fracaso y triunfando —modestamente— contra pronóstico.