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La legitimación del derecho a mentir, por Paulino Guerra

by Marko Florentino
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Esta inveterada costumbre de la clase política de ennoblecer el currículum con tesis doctorales de copia y pega o titulaciones inventadas, no es exclusiva de España. Incluso, en la antaño modélica y puritana Alemania, hasta tres ministros tuvieron que dimitir durante los Gobiernos de Angela Merkel tras descubrirse que habían plagiado sus tesis doctorales.  

Pero esa es la gran diferencia entre ellos y nosotros. Mientras en la mayoría de las grandes democracias europeas aún se castiga el fraude con la dimisión y la reprobación social de los farsantes, que son inmediatamente expulsados de la vida pública, aquí casi siempre se justifica. Las explicaciones son las propias del tahúr sorprendido con las cartas escondidas en la manga: que si un error involuntario, que si no sabe cómo ha podido pasar o que tampoco es para tanto confundir un máster con un cursillo intensivo de una tarde.

Lo nuestro es pura gesticulación versallesca. Las estadísticas sanitarias dicen que somos el primer consumidor mundial de ansiolíticos, y ese debe ser el motivo de tanta comprensión y mansedumbre frente al tramposo. Nos pasamos el día empastillados por la ingesta masiva de relatos ideológicos y de propaganda política. Casi nadie (salvo algún país comunista) consume tanta dosis adulterada de justicia social, derechos humanos, progresismo, igualdad y solidaridad, y al final los efectos secundarios de tanto dopaje, se notan. El resultado es una sociedad conformista y adocenada, que casi siembre vibra con aquellos asuntos intrascendentes que le subrayan desde el partido y la tertulia de turno, mientras renuncia a la reclamación de otros derechos de más calado y enjundia.

La exigencia de un mínimo de ejemplaridad en la vida pública es uno de esos derechos democráticos que en los últimos años se han ido difuminando ante la abulia ciudadana y el permanente rechazo gubernamental a asumir responsabilidades. Si el que manda, no es el primero en cumplir, en dar ejemplo, cómo puede exigirle al ciudadano común que tenga una conducta cívica, que cumpla con las leyes o que pague impuestos.

Eso es lo que ocurre con el debate aparentemente menor sobre el aderezo de los currículums. Durante generaciones habíamos aceptado como incuestionable la letanía familiar de la importancia del esfuerzo, del estudio, de sacar un título. Así, hasta que llegó una tal Diana Morant, candidata del PSOE por la Comunidad Valenciana y también ministra de Ciencia, Innovación y Universidades, y en unos pocos minutos arrampló con toda la pedagogía del trabajo.

«Queridos jóvenes, vino a decir la ministra, si queréis medrar y tener buenos empleos y mejores sueldos, matricularos en el PSOE»

El mensaje de la ministra de Universidades a los casi 1,8 millones de universitarios que en el último año se matricularon en España es que sus estudios no valen gran cosa, porque «un título académico no hace a un político» y además hay una excesiva «titulitis» y ellos (los socialistas) «no piden títulos, sino hojas de servicios».  

Queridos jóvenes, vino a decir, si queréis medrar y tener buenos empleos y mejores sueldos, olvidaros del sacrificio y de los títulos universitarios. Haced como José María Ángel Batalla, (el dimitido comisionado para la dana acusado de falsificar un título) y matricularos en el PSOE, que es el partido que más se parece a España. Ese es el camino: obedeced, ser leales y el partido os lo recompensará. Fijaros, que yo a pesar de las cosas que digo he llegado a ministra y que José María, que no pasó del bachillerato, es «una institución» en el PSOE valenciano, que incluso llegó a presidir. 

Todo esto nos conduce algo mucho más grave, a la normalización y a la legitimación oficial del derecho a mentir. Esa ha sido la gran aportación doctrinal del sanchismo a la práctica y a la ciencia política en los últimos años. De ahí cuelga toda la acción gubernamental: los pequeños embustes y los grandes engaños; las mentiras menores como las de fabricarse un máster y esas otras que horadan los cimientos del Estado de derecho y que amenazan con arruinar el régimen constitucional. 

«Las cosas ya no son buenas o malas por su propia naturaleza, sino que dependen de los intereses estratégicos y familiares del líder»

El derecho a mentir es algo más que la despenalización política de la mentira. Es la canonización del embuste y su conversión en un patrón de conducta legítimo para gobernar, al tiempo que ennoblece y loa las malas artes del embustero, atribuyéndole estatus de hombre de Estado. Pero lo más grave es que consagra el relativismo moral. Las cosas pierden su esencia. Ya no son buenas o malas por su propia naturaleza, sino que dependen de los intereses estratégicos e incluso familiares del líder. Su supervivencia política y la continuidad de su Gobierno son lo único importante y a ese fin se supedita todo.

Pero, además, el derecho a mentir exonera a sus responsables de rendir cuentas. Se colocan por encima de todos los controles democráticos.  Por eso están obsesionados con atacar al periodismo, mientras conceden barra libre a la manipulación de encuestas, a la adulteración de estadísticas o al uso partidista de todo tipo de información de los institutos oficiales. También es un magnífico instrumento para el revisionismo histórico y convertir a las víctimas en peligrosos fascistas y a sus verdugos en demócratas comprometidos.

Se acuerdan de aquello de Cicerón: «¿Hasta cuándo, Catilinia abusarás de nuestra paciencia? ¿Hasta cuándo ese furor tuyo seguirá burlándose de nosotros?». No se puede engañar a todo el mundo todo el tiempo. El derecho a mentir también tiene caducidad. El problema es el rastro de anemia, de tierra quemada que dejará y que es el mejor caldo de cultivo para que siga multiplicándose la peste de la antipolítica.



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