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El Norte de Córdoba, donde la vida se mide en garrafas de agua: «Queremos que esto termine»

by Marko Florentino
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Si hay rabia, va por dentro, y hasta la que queda parece haberse diluido en la esperanza de que el agua del grifo podrá beberse pronto. Si es que hay rabia, que nadie la confiesa. El sol de la primavera extiende un manto de calma por la dehesa de Los Pedroches, exuberante a su manera con violetas y amapolas que han crecido por el agua que ha caído del cielo en esta Semana Santa y en Pozoblanco, a esas horas tranquilo como están los lugares en que muchos no tienen que coger el coche para cumplir con sus tareas, los vecinos quieren que terminen las restricciones de agua, pero también relatan como se adaptan.

En la cervecería y cafetería Dale Caña, Ángel Cantador y Elvira Gutiérrez han acabado de desayunar y comparten tertulia con los veladores cercanos de la terraza. «Llevamos así un año. El agua de la red sólo la podemos usar para ducharnos, porque para cocinar y para beber tiene que ser la de los camiones cisterna que llegan», resumen.

Y un vecino de mesa comenta con humor que sí que se puede beber el líquido si lo que se padece son problemas de tránsito. El agua de La Colada, la que se pensó como solución al vaciado de Sierra Boyera, se declaró no apta por sus niveles de carbónico orgánico total en abril de 2023.

Como todos los sus vecinos, tienen que contar la vida en garrafas de agua, las de cinco o las de ocho litros. En su caso son seis o siete a la semana. Las llenan del camión cisterna que pone Emproacsa, la empresa de agua de la Diputación Provincial, y las llevan a casa en coche, y con eso beben y preparan la comida.

Ni siquiera es del todo nuevo para ellos, porque en su niñez también conocieron un tiempo en que no había grifos en las casas. Lo cuenta Ángel Contador: «Había unos tubos municipales, que así se llamaban aunque en realidad eran grifos, y de allí se llenaban las botellas de agua para las casas».

No es agradable, y aunque haya resignación y también enojo atemperado ante la proximidad del final, también aseguran que el reparto se ha hecho bien. No hay problemas de abastecimiento y los camiones están en cada sitio el tiempo que necesitan.

El café

Los que nunca conocieron, como ellos, problemas para abrir el grifo, encuentran que nunca habían pensado en los problemas que llegan cuando se dice que el agua de la red no es potable. Sobre ello habla Gabriela Madalina, que atiende en la barra de Dale Caña.

Antes la maquina del café tenía que estar conectada a la red y de ahí salía el líquido que, al llegar a la ebullición y mezclarse con los granos, crean esa bebida que espabila. Ahora es necesario que los tubos se conecten a las garrafas de agua y, especialmente, que en ellas haya líquido de forma permanente. «Son tres o cuatro garrafas de ocho litros a la semana para el café. Mi jefa es la que se ocupa de ir», cuenta. En el bar sí se puede usar el agua del grifo para fregar los cacharros, pero es bastante incómodo: «Queremos que termine cuento antes».


Agua para la máquina del café en un bar de Pozoblanco


Rafael Carmona

Entre los clientes y los parroquianos señalan el lugar donde ahora llega el camión cisterna, que es en la trasera de la residencia de ancianos de la Fundación Hermanos Muñoz Cabrera. No hay colas de la sed que remitan a una escena de un subdesarrollo ya olvidado, pero sí un trasiego constante de gente que acude con el coche, llena las garrafas, quizá comparte impresiones y se marcha.

Y todavía hay quien piensa que no se está tan mal. Francisco lleva poco tiempo en el pueblo, y puede recordar que de niño, en Gibraleón, Huelva, cómo sus tíos cargaban el agua en burros. Sí, no es ideal, pero cree que «casi siempre los problemas están en la cabeza». Él vive solo y llena la garrafa dos veces por semana, pero también compra algo en el supermercado y se adapta a la situación: «Mucho peor que nosotros están en Gaza», afirma.

Cuando se marcha para casa, Emilia López es quien pone sus garrafas ante los tubos que dirige el operario del camión cisterna, y también se ha adaptado. «El agua no ha faltado del grifo, y nos podemos duchar. Después de un año te adaptas a la situación. En casa somos cuatro adultos y a la semana necesitas unas cuatro garrafas de ocho litros», explica.

Ale Mihai Olaro atiende en la barra de un bar en que además de bebidas y café ofrecen tapas. Es necesario manipular alimentos y para lavarlos no se puede utilizar el agua del grifo. ¿Cuánto se necesita? «Unas treinta garrafas a la semana, entre las que son de ocho y cinco litros», y hay mucho tiempo que se pierde en ir y volver, cuando antes era tan sencillo.

Y tercia en la conversación María del Carmen Tirado, que llama la atención sobre lo que viven las personas mayores, que no siempre tienen fuerzas o transporte para llevarlo a su casa. Todo el mundo había contado que los efectivos de Protección Civil se encargan de ayudar en estos casos, pero ella ha visto lo contrario. «En mi bloque hay personas mayores que compran el agua del supermercado y se la llevan a casa». Es cómodo y fácil, pero tienen que pagarlo, cuando la que llega en los camiones de Emproacsa es completamente gratuita.

A veinte kilómetros, en Villanueva de Córdoba, los vecinos van al camión cisterna que espera junto a la plaza de toros como en otro tiempo podían marchar a la fuente. «¿Para ducharnos, dice? Eso será ahora, porque al principio el agua de La Colada olía bastante mal», cuenta uno de los que llena las garrafas del camión cisterna.

«Lo que pasa es que nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena, y lo que tienen que hacer es más infraestructuras, y un pantano más grande que el de Sierra Boyera, que es muy pequeño», cuenta. Alfonso Pontes, a su lado, presume con orgullo de que a su edad lleva agua para dos casas distintas.

Quien mejor se ha adaptado es Juani Misas, pero porque su vida no dependía tanto del agua del grifo. Para empezar, tiene un pozo en casa, pero también un bidón en que aprovecha para distintos usos el agua de la lluvia. Como hizo siempre el ser humano.

«Como vivo sola, me he acostumbrado a hacerlo así para ducharme o regar las plantas, por ejemplo», cuenta. Juani conoció el esfuerzo de joven, porque cuando iba a la recogida de la aceituna tenía que beber como fuera y donde fuera, «y hasta de las charcas».

Un secadero tiene que llenar una cuba con el agua de Emproacsa para lavar las piezas de ibérico

Se dice agua y se piensa en el líquido que tiene que llenar un vaso, pero también hace falta para la industria agroalimentaria, y no lo tienen fácil. Una glorieta con la escultura de un cerdo ibérico, omnipresente en la comarca, da la bienvenida al Polígono Cárnico de Villanueva de Córdoba, donde están los secaderos y lugares en que curan las exquisiteces que salen del animal.

En la empresa Jamón Jarote, María del Mar Romero explica que tienen un cuba con unos 16.000 litros, que es la que se utiliza para lavar las piezas de carne. Está prohibido usar el agua corriente para procesar los alimentos.


Camión cisterna en un secadero de jamones y paletas de Villanueva de Córdoba


Rafael Carmona

La reconocida firma trabaja en jamones y paletas de bellota y ha sido un contratiempo grave. La cuba se alimenta con un camión cisterna que lleva el agua de Emproacsa, la misma que llevan los vecinos, y tiene un control bastante estrecho de Sanidad.

«Cuando venga la inspección de Sanidad tendrá que comprobar cómo ha funcionado la cuba, que se ha lavado con el agua y que las analíticas están bien», dice, para garantizar que lo que llega a los platos de los consumidores está en buenas condiciones. ¿Pérdidas? El transporte del agua ha traído consigo más gastos, pero sobre todo ha supuesto más esfuerzo e inversión.

La campaña de bellota empezó en enero y acaba de terminar en marzo y para la siguiente esperan ya contar con el agua del grifo, como todos los vecinos y empresarios que han podido adaptarse, pero siguen contando los días para que la vida deje de medirse en garrafas de agua.



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