El otro día en el Congreso, en la votación sobre la ley de amnistía, varios diputados de Junts, ERC, Podemos, Bildu o BNG criticaron la «justicia prevaricadora española». La portavoz de Junts, Míriam Nogueras, dijo que «la cúpula judicial no debe tener impunidad, no pueden tener agenda política, no pueden hacer lo que quieran. Hoy la agenda política la marca la cúpula judicial». Pilar Vallugera, portavoz de ERC en la comisión de Justicia del Congreso, habló de «jueces prevaricadores». Martina Velarde (Podemos): «Nos jugamos si en la democracia española mandan los representantes de la soberanía popular […], o la derecha judicial y el juez García-Castellón». Jon Iñárritu (Bildu) habló de «movimientos oscuros» de la extrema derecha «en el ámbito judicial, político y en medios de comunicación», dentro de una actuación «coordinada» con jueces «prevaricadores». El diputado de BNG Nestor Rego habló contra «la derecha y la ultraderecha política» y contra «el aparato judicial a su servicio»: «el ala judicial no se detiene empeñada en dejar claro que el lawfare existe».
Son declaraciones muy graves, pero no son nuevas ni, sobre todo, originales: forman parte de un diccionario de ideas recibidas que consulta cada mañana cualquier diputado de izquierdas perezoso. Es el runrún de siempre: la soberanía está en el pueblo (excepto cuando el pueblo protesta contra el Gobierno, entonces la soberanía está en el Parlamento, que tiene una mayoría «progresista»), la acción de la política no debería tener límites judiciales (excepto cuando persigue a nuestros adversarios: ahí ya no hay prevaricación ni corrupción, sino justicia).
Al escuchar a independentistas criticar a la justicia española como esencialmente prevaricadora, me pregunté cuál sería su idea de una justicia libre e independiente. En 2017, el Parlament votó, aunque ilegalmente, la llamada «Ley de transitoriedad jurídica y fundacional de la república», una especie de protoConstitución de una futurible Cataluña independiente. Si leemos su articulado nos podemos hacer una idea de la justicia que tenían los independentistas.
«Es el sueño húmedo de todo autoritario: uno mismo nombra a quienes tienen que controlarlo»
En la ley, el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña se convertía en el Tribunal Supremo Catalán. Y el nombramiento de su presidente, según el artículo 66, corría «a cargo del presidente de la Generalitat». El Fiscal General lo escogía el Parlament, a propuesta del Gobierno catalán. Y según el artículo 32 de regulación de los decretos leyes, «Los decretos leyes no [eran] susceptibles de control por parte del Consejo de Garantías Democráticas [que es como se habría llamado el supuesto Tribunal Constitucional de Cataluña]».
Es el sueño húmedo de todo autoritario: uno mismo nombra a quienes tienen que controlarlo y además plasma en la ley que no puede haber organismo alguno que cuestione sus leyes (¿incluso aunque vayan en contra de… la propia Ley de transitoriedad? Eso parece). Pues claro que sí. ¡La verdadera política es la voluntad! Todo contrapeso a mi acción política es ilegítimo y, sobre todo (puaj), liberal.
La situación judicial en España es deprimente. Las negociaciones para renovar el CGPJ son un vodevil. El sistema necesita una reforma importante. La solución que proponen los partidos independentistas y sus compañeros de viaje es coger lo peor del sistema actual y hacerlo infinitamente peor. Es lo que creían cuando votaron la Ley de transitoriedad en 2017 y es lo que creen hoy cuando critican cualquier intervención judicial en la política. No creen en una democracia liberal y pluralista, sino de parte: lo que realmente no les gusta del lawfare es que no lo pueden ejercer ellos.