En 1940 vinieron al mundo 25.500 niños en la provincia de Sevilla. Eran tiempos duros, la economía estaba en ruinas por la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial generaba una incertidumbre absoluta sobre lo que iba a suceder en el futuro. Las casas carecían de comodidades y la precariedad sanitaria convertía el embarazo en un episodio de alto riesgo. La mortalidad infantil estaba disparada: aquel año murieron 3.410 niños menores de un año (3,73 por cada mil habitantes) y 4.668 menores de cinco años (5,10 por cada mil habitantes). Tener hijos era una aventura arriesgada que implicaba grandes sacrificios en unos tiempos de pobreza e inseguridad.En 2022, con una población que quintuplica la de 1940, nacieron 14.600 niños en Sevilla, apenas algo más de la mitad que en aquel año tenebroso, según el interesante informe que publica Mercedes Benítez en estas páginas. La caída de la natalidad se ha intensificado en los últimos años y sus consecuencias sociales son fácilmente perceptibles; hay menos niños en los parques y la ‘guerra de papá’ que cada año se libraba para lograr plazas en los colegios concertados es ya un recuerdo de otra época. ¿Por qué no nacen niños? A menudo se alude a razones circunstanciales –crisis económica, incompatibilidad laboral o incluso el cambio climático, porque ciertos movimientos ecologistas instan a no tener descendencia para no incrementar la huella de carbono–, pero existe una razón más primaria: han dejado de ser lo más importante. La idea de abnegación por la que los padres se sacrificaban para sacar adelante a sus hijos se ha ido diluyendo, primero con la reducción del número de vástagos y ahora con la mera eliminación de la maternidad/paternidad. Este proceso de ‘egoización’ colectiva es un fenómeno de las sociedades acomodadas, porque los ciudadanos no perciben como urgente la necesidad de ‘refuerzos’ para levantar el país y consideran prioritario disfrutar de lo ya conseguido. Pero no solo responde a fríos parámetros de desarrollo; también hay un trasfondo ideológico, porque es evidente que la pérdida del sentido tradicional de la familia ha desdibujado su función nuclear en la sociedad. No es casualidad que los países que conservan los valores familiares clásicos son los que menos problemas de natalidad padecen.Vamos hacia lo que el sociólogo Ignacio García de Leániz denomina el ‘individuo isla’: hijos únicos que no tienen hijos. El desplome de la natalidad y el incremento de la longevidad tendrán consecuencias devastadoras en el plano económico, pero me estremece otra variable, la desaparición de los abuelos. Se calcula que casi la mitad de los jóvenes españoles actuales no tendrán hijos y en su vejez se convertirán en abuelos sin nietos. El ‘abu’, el ‘yayo’, es una especie en extinción. Y una sociedad sin abuelos es una sociedad zombi. Nuestro mundo perdió el alma en algún recoveco de su camino hacia una estúpida modernidad.
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