Se preocupa uno por la multiplicación de sus canas, la vuelta al jamón (odiosa expresión) que supone rebasar los cincuenta tacos y la certeza de que es algo (o mucho) más lo que llevas vivido que lo que te falta, y es ver a Tom Jones en escena y quitarte la tontería de un buen sopapo. Nimiedades. Preocupaciones de un infantilizado primer mundo. A sus 84 años nos va dando lecciones. Y de envergadura. La última vez que pude verle – los más viejos y memoriosos del lugar recuerdan su visita a la Bony de Torrent en 1975 – fue en Gandia hace trece años, y ya me asombraba el vigor de sus movimientos y, sobre todo, lo torrencial de su voz. Anoche su corpachón no se cimbreaba tanto, hubiera sido inhumano, pero lo de su garganta es de otro planeta. Nadie diría que estábamos viendo a un hombre que sobrepasa las ocho décadas de vida y las seis como profesional. En la recta final de su hora y tres cuartos de concierto nos cantó One Hell of a Life y no quedó más remedio que aceptar que su vida ha sido eso, algo terrible, en el mejor de los sentidos: una que vale por varias del común de los mortales. Y lo remarcó. Había empezado con I’m Growing Old (Bobby Cole), solo con su pianista. También nos recordó, al evocar a su amiga Dusty Springfield antes de abordar The Windmills Of Your Mind, de Michel Legrand (otra canción que nos habla del tiempo y la memoria), que es el artista vivo de más edad en coleccionar números uno en las listas británicas de singles, una costumbre iniciada en 1965. No queda duda tampoco de que es uno de los más grandes intérpretes vivos que nos quedan.
Porque lo de Tom Jones siempre fue cantar lo que componían otros, y en ese apartado, tal y como le gustr presumir a Raphael de cuando en cuando sobre el escenario, ha contado con algunos de los mejores y también ha versionado a algunos de los mejores. Burt Bacharach, Leonard Cohen, Bob Dylan, Randy Newman o Prince se citaban anoche en su setlist en una Plaza de Toros que no se llenó, con abundante presencia de fans británicos bronceados al borde de la jubilación (si es que no gozan ya de ella), embutidos en camisas floreadas similares a la que él llevó durante todo el concierto. Dos o tres banderas de Gales asomaban desde la grada. Podría pensarse que es difícil arruinar semejante repertorio, pero el gran mérito de su director musical, el batería Gary Wallis (ojo a su currículo: Pink Floyd, 10 CC y Jean – Michel Jarre), y la estupenda banda que le secunda, es remozar algunos de esos grandes clásicos para darles un revestimiento crepuscular que se adapta como un guante al tono de la gira y de la edad de la estrella, negando el lugar común de complaciente grupo que se tributa a sí mismo. Su engrasadísimo show no es un reguero de previsibles concesiones.
It’s not unusual, por ejemplo, cae a las primeras de cambio y lo hace a modo afrancesado, con acordeón e imágenes en la pantalla de monumentos europeos (la Torre Eiffel, la Sagrada Familia), a medio camino entre jazz y bossa nova, más proclive a la calma que a aquel frenético meneo de caderas que se gastaba Carlton, el pijales de El príncipe de Bel Air. La ardiente What’s New Pussycat también es más sedante que volcánica, y a la bailable Sex Bomb, cima de su reconversión de los años 90, le sienta estupendamente bien ese aire de blues. Delilah suena fronteriza, casi como una chacarera interpretada por Calexico, y Across The Borderline, de Ry Cooder, es una majestuosa balada country que nos recordó que fue su regalo para Willie Nelson por su 91 cumpleaños.
Luego está su versatilidad como vocalista, al margen del vigor. Capaz de emular a Bob Dylan en One More Cup Of Coffee, a Leonard Cohen en Tower of Song o al Jerry Lee Lewis menos arquetípico en Green Green Grass Of Home, su rendición country de mediados de los 60, o también de ponerse en modo cronista spoken word en la sensacional Talking Reality Television Blues, que pese a proyectar un cúmulo de pantallas de televisión escupiendo imágenes de actualidad y de no tan actualidad – en esta era de teléfonos móviles, tablets, plataformas y consumos a la carta – , no sonó en absoluto desfasada. Otro momento subyugante: el soul de Lazarus Man (Terry Callier) convertido en arenosa psicodelia. Ya en el bis, tributó a Sister Rosetta Tharpe en una Strange Things Happen Everyday que presentó como una canción de “rock and roll, rhythmn and blues, country y gospel” (podría ser una buena descripción de casi todo el concierto) y se despidió con Johnny B. Good, de Chuck Berry, recordándonos que el mismísimo Elvis le reconoció, en un bolo que vieron de él juntos en Las Vegas, que él fue el auténtico rey del rock. Porque Tom Jones puede cantar lo que componen otros, pero siempre supo dónde está la buena y auténtica panoja, detectar el mojo genuino y el talento real.
Carlos Pérez de Ziriza.
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