La semana pasada, en un acto electoral de los republicanos estadounidenses, un senador de Ohio dijo que «si perdemos esta vez, va a hacer falta una guerra civil para salvar el país, y se salvará». Y continuó: «Si llegamos a una guerra civil, me alegro de que tengamos a gente como Moteros por Trump», sugiriendo que ese grupo de apoyo podría fácilmente convertirse en una milicia paramilitar trumpista. Meses antes, Trump había hecho declaraciones parecidas: «Si no ganamos estas elecciones, quizá no tengamos nunca más elecciones. Quizá sean nuestras últimas elecciones». Varios líderes republicanos han avisado de que no aceptarán los resultados si no ganan ellos. En la convención republicana, el gobernador de Virginia Occidental, Jim Justice, dijo: «Nos desquiciaremos totalmente si Donald Trump no es elegido en noviembre». El presidente del think tank conservador y trumpista Heritage Foundation, Kevin Roberts, dijo en una entrevista televisiva: «Estamos en mitad de la Segunda Revolución Americana, que será sin sangre si lo permite la izquierda».
En la película Civil War, que puede verse en Filmin tras haber hecho un breve recorrido en salas, Alex Garland imagina un futuro cercano en el que el Gobierno de EEUU está en guerra después de que California y Texas, que han formado una extraña alianza (quizá son el Estado más progresista y el más conservador), declararan su independencia.
No es una película política; el presidente, que se aferra al poder y la narración sugiere que ha sido autoritario, aparece solo en un par de brevísimas secuencias. No aparece ningún debate y se ofrece muy poco contexto sobre las causas de la guerra. El filme sigue a un grupo de periodistas que acude a Washington, cada vez más cercada por la Alianza del Oeste. Lo que en un principio recuerda a la estupenda distopía Hijos de los hombres acaba derivando en una road movie anticlimática que no encuentra ni su tono narrativo ni su enfoque ético.
Muchas críticas señalan la ambigüedad de su mensaje; el propio Garland se defiende diciendo que quería llegar a todos lados. Lo que consigue es que no quede claro ni lo que quiere contar ni su esqueleto moral. Describe la guerra en sordina y a través de unos periodistas que, escudados en su perfil de simples cronistas y observadores, disculpan crímenes de guerra y no denuncian (¡ni les interesa hacerlo!) ejecuciones a sangre fría. Entiendo que no es la función del periodista evitar crímenes; creo que sí que es su función dirigir su mirada hacia ellos. Hay una escena especialmente inmoral en la que unos militares ejecutan a varios prisioneros ante la indiferencia de los periodistas; solo una de ellas, la más joven, alza su cámara, pero lo hace porque cree que puede ser una buena foto, no porque considere que debe registrar ese crimen de guerra.
«La realidad estadounidense actual proporciona un material estupendo para una película sobre una guerra civil»
Uno podría pensar que la intención de Garland es demostrar que la guerra es horrible, se cometen atrocidades, nadie cumple la Convención de Ginebra… Lo que acaba transmitiendo es una profunda indiferencia hacia esos crímenes y una estetización burda y hortera de la guerra (¡la escena en la que atraviesan en coche un bosque en llamas por un bombardeo y se asoman a la ventana como si estuvieran viendo luces de Navidad o luciérnagas!).
Las llamadas, afortunadamente solo retóricas, a una guerra civil en los últimos meses desde los trumpistas resultan más siniestras que la guerra civil explícita de Garland, que resulta visualmente artificial y moralmente difusa. La realidad estadounidense actual proporciona un material estupendo para una película sobre una guerra civil. El filme de Garland, en cambio, parece una guerra cualquiera que, al mismo tiempo, no consigue ser universal.