Desde siempre ha habido poderes y poderosos que han querido borrar, eliminar, el recuerdo o la memoria de sucesos o personajes de la Historia que no le gustaban, que no les convenían. La práctica oficialmente instaurada por el Imperio Romano se conoce como damnatio memoriae, o sea «condenación o abolición de la memoria». Hubo emperadores, cónsules o generales a los que sometió a esta pena máxima: desaparecer de la Historia. En una pintura mural, un tondo, vemos al emperador Septimio Severo con su mujer Julia Domna y sus hijos Caracalla y Geta, la cara de este último está borrada porque su hermano y asesino Caracalla decretó para él la damnatio memoriae. Mucho antes (sobre el año 31) el notable político y militar Lucio Elio Sejano -un tiempo amigo y confidente del emperador Tiberio- fue condenado por este a la «desaparición» y sus estatuas fueron destruidas y su nombre borrado de todo registro público.
Claro que el Antiguo Egipto conoció la «abolición de la memoria», especialmente con el faraón Akenatón, de la XVIII dinastía, que quiso abolir el culto a Amón y sus otros dioses por el culto a un dios único, Atón, visible en su nombre. Su capital (hoy conocida como Tell el Amarna) fue destruida del todo y ese material de derribo se utilizó para otras construcciones. Hay algún bajorrelieve con el rostro de Akenatón borrado. Más moderno -y espigo ejemplos- la Unión Soviética de Stalin, entre 1934 y 1954, quiso borrar los nombres -y en sus registros lo hizo- de Trotski o del pensador marxista Bujarin. Y aún más cerca, tras la «primavera árabe» de 2011, en Egipto se prohibió toda mención del dictador Hosni Mubarak, y su nombre se borró de calles y lugares públicos… Nada nuevo.
«Cuando Sánchez decretó este 2025 como año que conmemora los 50 de la muerte del dictador Francisco Franco, no tuvo en cuenta que daba voz a lo silenciado»
Siempre ha habido y hay poderes que creen que, si se borra una parcela o unos nombres de la historia, esta se corrige y el «mal» se elimina por el borrado o la destrucción. Mao infligió destrozos al pasado de la China imperial, durante su «Revolución Cultural», en torno a 1968, destruyendo estatuas de Buda o pagodas antiguas. Pero la damnatio memoriae nunca ha funcionado del todo, por la simple razón de que podemos hablar de ella, de que algo perdura de sus destrozos. Todos consideramos que hay periodos históricos en nuestro país o en otro, que consideramos nefastos y la tentación íntima es abolirlos, silenciarlos. Pero si se aprende de la Historia (como Cicerón quería) debemos tener presentes todos los periodos y nombres de la Historia, simplemente porque fueron reales, porque existieron y podemos explicarlos y si el caso llega condenarlos, pero es salvaje -e inculto- abolirlos o pretender hacerlo. Después de nuestra horrible Guerra Civil, los vencedores franquistas, abolieron nombres y referencias de la República, y cuando llega el inicio de la democracia, muchos desean hacer al revés de nuevo. Triunfó la, en general, moderada Transición. Los nombres franquistas (o del propio Franco) no debían estar en primera línea, pero tampoco desaparecer, porque fueron reales, existieron y bien o mal son parte de nuestro legado histórico y son hechos o personas que debemos conocer, para juzgar de un modo u otro.
Cuando Pedro Sánchez -hoy tan ególatra, tan fuera de razón- decretó este 2025 como año que conmemora los 50 de la muerte del dictador Francisco Franco, no tuvo en cuenta que daba voz a lo silenciado, sino que se equivocaba al suponer que en 1975 se acabó el franquismo con Franco, lo que no fue así. Una parte importante de la España salida de la dictadura franquista ha tenido siempre -más o menos declaradamente con el dictador- la tentación de una damnatio memoriae, que hasta hoy se ha mantenido en lo «aceptable»: no hay estatuas ni nombre de Franco en ninguna gran plaza o avenida.
El disparate ha llegado cuando alguien (no recuerdo si de Sumar o de Podemos) habló de «volar la Cruz de los Caídos». Aunque desde hace años, se tiende a descuidar el enorme monumento, se trata de una obra de arte, cuyo obvio contenido político, que ensalza el nacionalcatolicismo, no deja de mostrar algo muy singular, aunque pueda no gustar a algunos. Se ha dicho que el llamado «Valle de los Caídos» -desde 2022, «Valle de Cuelgamuros»- tiene a caídos republicanos dentro del enorme enterramiento, pero eso no importa. Mandado edificar por Franco (la obra duró desde 1940 a fines de 1958) el Valle es un monumento a los caídos por la España victoriosa. Los arquitectos fueron Pedro Muguruza y Diego Méndez, y el escultor principal Juan de Ávalos. La enorme cruz que corona el conjunto mide 150 metros de alto (la mayor por hoy del mundo) y a sus pies están las grandes esculturas de los cuatro evangelistas como sobre la entrada a la basílica una Piedad enorme. La longitud del templo es de 262 metros, el segundo del orbe católico. El monumento (el conjunto) puede no gustar o traer malos recuerdos, pero está ahí, tributo tanto a una ideología como a una religión. Paul Preston ha sido claro: «El Valle de los Caídos no debe desaparecer. En España hay gente que confunde olvido con reconciliación y memoria con venganza». Hoy la damnatio memoriae no tiene sentido, y tanto para un bando como para otro, comprender es lo civilizador, aunque nos pueda incomodar a veces.