Hace 30 años también los mallorquines supimos del agua trasladada en barco. No sé si fue una ironía o un sarcasmo del destino, pero que una isla necesitara agua y esta llegara por mar, tuvo su maldición. Ahora parece que la sequía catalana ha puesto nervioso al presidente de la Generalitat y éste ha exigido el agua de España, como si se le debiera. Cuando se tiene sed, el agua une o separa mucho, pero no recuerdo que en Mallorca exigiéramos nada: educados desde el tiempo de los fenicios —que venían a comerciar a nuestras costas y se afincaron temporalmente en la vecina Ibiza—, los mallorquines no exigimos: compramos. La insularidad educa.
Entonces compramos agua y tan contentos. O no. Pero no exigimos. Y mientras duró el trasvase pasó de todo, o sea que no estaría mal que en Barcelona se prepararan para cualquier inesperada contingencia. Aquí nos instalaron en el puerto un enorme barco castrado —sólo quedaba el casco del buque— que hizo las veces de depósito. Se llamaba Cabo Prior. Y otro barco llamado Móstoles —como el chiste de las empanadillas de Martes y Trece— iba y venía de la desembocadura del Ebro con miles de litros a bordo. Si no recuerdo mal, ambos buques pertenecían a la compañía del armador Fernández Tapias.
Pero he hablado de maldición y allá voy. La operación empezó mal. El interior del Cabo Prior estaba recién pintado cuando se le volcó el agua primera del Móstoles. La pintura era tóxica, no se había secado y digamos que el agua se intoxicó amenazando con intoxicar a parte de la población insular. Fue arrojada al mar y nadie preguntó por los peces; entonces no se oía hablar de microplásticos, ni del mercurio en los hígados de la fauna marina. El conseller de la cosa se puso nervioso y dijo algo de pegarle un tiro al ingeniero del Govern que había permitido el venenoso desmán: no se refería a la salud de los peces sino al secado de la pintura y su toxicidad. Y algo también oyó un periodista y la frase —que por supuesto era metáfora irritada y no voluntad criminal— saltó a la palestra y el tiro se lo pegó el conseller en el pie.
Así se inauguró en Mallorca lo que se llamó Operación Barco. Con un enorme buque desfigurando el skyline del puerto de Palma —dos años y medio estuvo ahí atracado—, la pérdida del primer traslado acuático y una metedura de pata institucional. El coste total de la Operación fueron 7.000 millones de pesetas —47 millones de euros dicen ahora— sin más exigencias que las del pago por agua y traslado.
Además del envenenamiento del primer envío, hubo más —no sólo endeudamiento público— porque en dos años y medio pasan muchas cosas y lo que mal empieza, encierra siempre cierto peligro. Como lo encierran las exigencias, histéricas o no, cuando nos vemos apurados. Lo primero que hubo fue la rebelión de la comunidad de regantes del Ebro que olvidaron el consejo evangélico de dar de beber al sediento y se revolvieron contra el uso de su agua. Hubo una misteriosa marea roja que tiñó las aguas de la bahía de Palma. Hubo el destape de los primeros casos comprobados de corrupción autonómica. Hubo la sonada ruptura sentimental de Mar Flores y el empresario de los barcos. Y hubo la operación Yate Real que consistió en comprarle al rey Juan Carlos un moderno yate más presentable que el viejo Fortuna, operación que acabó como el rosario de la aurora, el nuevo yate puesto a subasta y las primeras críticas sólidas al Rey desde la instauración de la democracia.
«Aragonés no debería ponerse tan gallito con este asunto que nada tienen que ver con la política y menos aún con la demagogia»
No recuerdo más ahora pero seguro que hubo más, porque la presencia de aquel mastodonte castrado, el Cabo Prior, en el puerto de Palma, nunca auguró nada bueno. O sea que Aragonés no debería ponerse tan gallito con este asunto —anteayer con exigencias al Estado, ayer contra Ayuso y mañana vaya usted a saber qué— porque las cosas naturales encierran designios que los humanos desconocemos. Y, sobre todo, que nada tienen que ver con la política y menos aún con la demagogia.
Llevamos varios años —más de una década— en que la iglesia sumergida en las aguas del pantano de Sau —creo que es el de Sau, disculpen si no— emerge puntualmente como un aviso a lo Casandra o un anuncio del Más Allá. Más le valdría al president de la Generalitat meditar sobre eso —el poder de los símbolos, por ejemplo, Casandra y el Más Allá, por ejemplo— que enfrascarse en pataletas que a nada bueno conducen. Y más cuando sabe perfectamente que el agua llegará a Cataluña.
Postdata: en cuanto al poder de los símbolos, debería preocuparnos la desaparición de las primeras ediciones de obras de Pushkin y Lermontov en las bibliotecas públicas —y no se sabe si privadas también— de distintos lugares de Europa occidental y su sustitución por facsímiles impecables. Dada la magnitud del asunto no parece un capricho de coleccionistas o de bibliófilos fetichistas. Ni que exista una sociedad secreta de devotos de Pushkin y de Lermontov dispuestos a todo por algo que desconocemos y que se encierra al margen de su valor literario. Hay ahí asunto para un relato o una novela apasionantes y es una lástima que Borges no viva para establecer una teoría al respecto: por ejemplo, una conspiración dirigida desde el Kremlin por los herederos de quienes idearon los Protocolos de los Sabios de Sión. Y si fuera cierto —hablo desde la ficción literaria— que una prolongación cultural del Kremlin está detrás de esas desapariciones, ¿no supondrían un rescate patrimonial por lo que pueda suceder en Europa en un futuro inmediato? Recuerden la biblioteca de Sarajevo en llamas. Es más: ¿no debería preocuparnos precisamente lo que pueda suceder, tras la pérdida de los Pushkin y Lermontov si estos eran amuletos protectores ante el desastre?