Si uno buscaba bien y prestaba atención a esquinas, rincones y dobles fondos, aún podían encontrarse en el SonarClub, campamento base de la facción nocturna del festival, ecos del salvaje estreno de la edición del año pasado. Restos humeantes y oxidados del sermón de la montaña 3.0, del Apocalipsis según Aphex Twin. Nada que ver, claro, con lo de Air, paladines del pop gaseoso y versallesco, de la electrónica fina y segura, que recogieron anoche el testigo del furioso apóstol del techno y del caos. Cuestión de siembras y cosechas en un festival hecho a la variedad y la amplitud. Un año toca experiencia extrema y terrorismo sónico y al siguiente, como si no hubiera pasado nada, retrofuturismo y audiobelleza.
Esto último, no es broma, es como que se quiso llamar a lo de los franceses hace veinte años, época de máximo esplendor creativo y comercial que Jean-Benoît Dunckel y Nicolas Godin revivieron el viernes en el Sónar con la revisión integral de ‘Moon Safari’, su debut de 1998. Y sí, bonito fue. Y algo plúmbeo también. Demasiada afectación, Sobredosis de trascendencia. Aunque, bien pensado, tampoco vino mal un poco de pausa después del atropello de Laurent Garnier y de la centrifugadora de techno Surgeon y Speedy J. Tiempo para recolocar huesos, mimar tímpanos y prepararse para Jessie Ware.
Así que nube de teclados, colchón de sintetizadores y a dejarse acunar por ‘La femme d’argent’. De blanco nuclear y encerrados en una caja escénica rectangular, algo así como un escaparate panorámico de los Campos Elíseos, los franceses entraron no a matar, pero casi: diez minutos de excursión lunar, bajo sinuoso y cabriolas a ciegas en el alambre que separa la elegancia pop del bostezo progresivo. Lo de siempre, vamos. Air siendo Air, solo que con un montaje algo más resultón y un diseño de luces francamente atractivo.
Como el orden del concierto era también el del disco, cayó a las primeras de cambio ‘Sexy boy’ y más de uno fundió ahí la batería del móvil. Polvo de estrellas en las pantallas, chiribitas de retropop fungible en los instrumentos. Historia histórica, aunque tampoco demasiado: pista medio llena y parloteo notable a medida que uno se acercaba a la retaguardia. A estilosos, eso sí, no les gana nadie. De ahí la hipnosis colectiva, el desmayo entre vocoders de ‘Kelly watch the sky’ y ‘ You make it easy’ y, en fin, el romanticismo palaciego flotando sobre un recinto poco amigo de las sutilezas.
Ocurre también que no siempre (casi nunca, vamos) es buena idea reproducir un disco tal y como fue secuenciado para su publicación: no es lo mismo la lógica de escucha doméstica que su transformación en experiencia colectiva y comunal. Sirva esto para resumir el notable bajón que llegó con ‘New star in the sky’ y ‘Le voyage de Pénélope’, las últimas de un disco cuya huella quizá no sea tan pronunciaba como les guste creer a sus autores. En los bises, y para equilibrar fuerzas, picoteo de grandes éxitos: ‘Venus’ como monumento al pop electrónico sofisticado; regresiones legañosas a la banda sonora de ‘Las vírgenes suicidas’ con ‘Highschool Lover’: y despedida anticlimática con la robótica ‘Electronic Performers’. Suerte de las pantallas y de unas erupciones lumínicas que prometían algo que la música no acababa de dar.
Normal que a Jessie Ware, nueva diva disco y torbellino escénico con vozarrón de otra época, le bastanse con salir rodeada de vientos y ecos de Studio 54 para revivir el festival y metérselo en el bolsillo. ‘That! Feels Good’, ‘Shake the bottle’ y hedonismo a manguerazos. Una fuerza de la naturaleza, un hit detrás de otro. Lo ideal para encarar la madrugada con ánimos renovados, ponerle una vela a Prince y dejarse llevar por el rodillo de ‘What’s Your Pleasure’.
Por la tarde, zapatilla y ebullición. La tregua climatológica del jueves fue una excepción y el Sónar fue el viernes el Sónar de toda la vida: calorazo, gente tostándose al sol y bacanales de juerga y ritmo. Lo de Laurent Garnier, con el público levantando los brazos al cielo como esperando maná del cielo y el francés coronándose por millonésima vez como héroe de la cabina y gato viejo del trote hose, fue digno de ver, sí, pero nadie se lo pasó mejor en el festival que el keniata Kabeaushé. Delirio de pop fluorado, actitud de estrella del punk y trajes como de toreros mariachis (o viceversa). Rave a pleno sol, ’24 hour party people’ y unas canciones que hacían maravillas con el ‘socarrat’ de la electrónica pop. Nada tenía sentido y, sin embargo, fue maravillosamente divertido.
Y a eso, en definitiva, es a lo que la gente viene a un festival como el Sónar: a brincar con Laurent Garnier, aturullarse con el túrmix de rap-pop de Kabeaushé, y confirmar que todo vuelve, también el techno de vieja, viejísima, escuela que despedazaron a cuatro manos Surgeon y Speedy J. Sin proyecciones. Sin adornos. Sólo sacudidas de bombo, ritmos de precisión quirúrgica y contrachapado industrial y, en fin, sensación de llevar una semana en el motor de un Boeing 747. Mitad laboratorio mágico, mitad industria metalúrgica. Clase magistral y prueba de resistencia física.
En otros escenarios, y siguiendo el camino de baldosas amarillas del pop etéreo de Air, más cosas: el embrujo teclados de Verde Prato, aún lejos de metas como Marina Herlop o Maria Arnal pero intrigante en su deconstrucción del folk en euskera; la fantasía de sintetizadores, cámaras de videovigilancia y tecno-pop musculoso de la colombiana Ela Minus, algo así como Goldfrapp y Ladytron en modo armisticio; y el piano clásico sin más de Kelly Moran. ¿Más ritmo? ¿Más baile?