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Alejandro del Río Herrmann: ‘El Españoleto’ en París

by Marko Florentino
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Alejandro del Río Herrmann

Esta sonrisa nos toma por sorpresa, nos cautiva, nos desarma con su feliz desparpajo, con su candorosa frescura. Nada en este rostro pura extraversión, nada en esta cabeza pelada denota belleza. La hilera, que se adivina irregular y desgastada, de los dientes superiores sobre los que se muestra la encía rubescente; la boca grande de labios carnosos; los hoyuelos marcados; los ojos apagados bajo el arco abultado coronado por las profusas cejas; las orejas separadas de la cara, insertas en el cuello bovino, demasiado grueso… Y sin embargo, todo en esta expresión aparece como suspendido en este instante de gracia sin un antes ni un después. Debajo, la pesantez del cuerpo, que se hunde en los pies desnudos, térreos, confundidos con el suelo. El ojo del espectador intuye la deformidad de la figura. Pero vuelve enseguida arriba, imantado por el destello de la sonrisa, y escapa al luminoso azul, cruzado por bancos de nubes blanquinegras, para perderse en las ondulaciones de la lejanía. Frente a ese fondo apacible, el muchacho está posando a la manera de un soldado, el bastón al hombro como un mosquete, el negro sombrero de ala ancha, desmesurado, rígidamente apretado con el brazo derecho, mientras de la mano izquierda, que sostiene la empuñadura de la muleta, cuelga un papel: ‘da mihi elimo / sinam propter / [am]orem dei’ («Dame una limosna por el amor de Dios»). En la parte inferior derecha del cuadro, apenas legible sobre el pardo terreno, otra inscripción: la firma, Jusepe de Ribera español, y el año, 1642.

La pintura, conocida como ‘El pie varo’, forma parte del centenar de obras (cuadros, dibujos y grabados) reunidas para la exposición ‘Ribera. Ténèbres et lumière’ que ha acogido el Petit Palais de París. La primera retrospectiva consagrada a José de Ribera (1591-1652) en Francia y que, por vez primera también, rescata en parangón con el largo esplendor napolitano el joven prodigio romano del «heredero terrible de Caravaggio». Ya Giulio Mancini, en sus ‘Considerazioni sulla pittura’ (1617-1621), apuntaba sobre Ribera que no solo siguió la vía abierta por el lombardo, sino que lo hizo de manera «más sombría y más feroz». «Pintura atroz» exclamará, en pleno romanticismo francés, Théophile Gautier. Tenebrismo, terribilismo…

Caravaggio supuso una conmoción. Irrumpe, a decir de Pasolini, trayendo tres invenciones: un tipo inédito de caracteres y objetos vistos en la realidad; un nuevo dramatismo de la luz con el que capta a sus modelos vivos, y un diafragma de luminosidad artificial que traslada lo así captado a un universo aparte donde «todo parece como suspendido, como con un exceso de verdad, un exceso de evidencia que lo hace parecer muerto». La triple operación caravaggiesca se consuma en el claroscuro, que él exacerba hasta el más violento contraste. Busca adueñarse, según la bella frase de Longhi, «del relámpago abrupto de la luz que se realza entre los rasgones incognoscibles de la sombra». Caravaggio se resiste a hacer la apología del cuerpo humano. Más que la aparición de los cuerpos, exhibidos en una lívida crudeza de carne lumínicamente descarnada, lo que le fascina es «la forma de las tinieblas que media entre ellos». ¿Y Ribera? ¿Qué hay de él que, como escribió Antonio Palomino, «aplicóse mucho a la escuela de Caravaggio y consiguió aquella valiente manera de claro y oscuro?»

‘Ribera revelado’ es el lema que encabeza el catálogo de la exposición de París. Sin duda porque el acopio y la ordenación de obras procedentes de museos (Prado, Capodimonte, Louvre…), fondos y colecciones privadas permiten trazar una evolución, señalar rupturas y continuidades, descubrir temáticas y series, hallar concomitancias. Hablar, en suma, de la «obra» de un pintor. Pero los visitantes que, llevados en volandas por la expectación, suben sin detenerse la escalinata del Petit Palais una fría tarde de invierno para penetrar en las salas de luz tenue y tonos señoriales que albergan los cuadros, asisten también a otra revelación. No solo la revelación de un pintor, sino la revelación de la pintura misma. De esa capacidad de representación que transfigura lo representado en verdad. Como la llana, y por eso sublime, honradez de Ribera. Su veracidad insobornable.

Santos, mártires, ermitaños («muchedumbre de imágenes santas» los llama Bernardino de Pantorba) pueblan mayoritariamente la obra de Ribera. En el Petit Palais nos reciben algunos representantes de dos «apostolados» de la época romana, de encarnadura intensa, más imponente la segunda serie, en la que destaca el ‘San Bartolomé’ empuñando el cuchillo de desuello. Inquietante figura esta, que nos contempla desde una irresoluble ambigüedad: ¿víctima o victimario? El mismo modelo vivo, advertimos, la cabeza calva, la frente y el rostro surcados por tremendas arrugas que se contraen en una mueca socarrona, mientras muestra al espectador la página de un tratado de geometría, nos mira también desde el cuadro titulado ‘Un filósofo’. Y de nuevo ese mismo personaje, salido de los bajos fondos (quizá un esclavo cuya cabeza habría modelado Guido Reni), aparece en primer plano en el grupo que escarnece al ‘Cristo coronado de espinas’. Cuál no será la jovial sorpresa de los visitantes cuando por cuarta vez reconocen esa cabeza, recortada sobre la negrura, en el magnífico ‘Jesús entre los doctores’: el niño sereno, que recibe la luz del cuadro, sentado en medio de la agitación de los perplejos doctores de la ley.

Ribera «se atenía al natural», como le gustaba decir a Pacheco, quien le alaba que «sus figuras y cabezas parecen vivas, y lo demás pintado». Pero ¿acaso esa vivacidad no es propia de las cosas ‘naturales’ tan solo porque el pintor nos la revela en su pintura? ¿No será este el secreto del tremendismo, del tenebrismo atribuidos a Ribera? No una oscura afición por retratar «la humanidad alterada», «ora macerada con penitencias, ora moribunda en la agonía de los tormentos», como formuló Jovellanos. Sino la inquietud por la condición humana que, justo mediante esa «valiente manera de claro y oscuro», adquiere relieve y así nos interpela.

Entre la rica variedad de figuras, temas, escenas, que ofrece el periodo napolitano, está el ‘Apolo y Marsias’. Capta el suplicio del sátiro, su cuerpo contorsionado, la boca desencajada en el grito de dolor, el instante terrible (como terrible es el inconmovible semblante del dios) que nos remite al ‘Ixión’ y al ‘Ticio’ del Prado, más oscuros, más descomunales. La exposición recoge, precisamente, dos estudios preparatorios del ‘Ticio’, entre otras crucifixiones y padecimientos que anticipan ‘Los Desastres’ de Goya.

Pero están también las dos lamentaciones sobre el Cristo muerto. En ambas no nos conmueven tanto el cadáver inerte y herido, la madre que lo llora o el discípulo que delicadamente lo sostiene. Es María Magdalena la que nos conmociona al otro lado de la escena, a los pies del Cristo, a los que acerca los labios para besarlos. Otro instante de suspensión, no de terribilidad esta vez, sino de gracia. Como la del enano zambo. Los martirios, sobre todo los dos Bartolomés, nos devuelven al horror. Pero también aquí, en los rostros de asombro más que de dolor de los torturados, en su éxtasis pasmado, se revela la lección de Jusepe Ribera, ‘Lo Spagnoletto’, el españolito. Su luz, aliada de la tiniebla, pero rescatada de ella, también deja a París en suspenso.

SOBRE EL AUTOR

Alejandro del Río Herrmann

es editor




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