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Antonio Colinas: Un paseo en litera

by Marko Florentino
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En alguna otra ocasión me he detenido a analizar de qué manera nos conmueve la lectura de un determinado libro y además en esa encrucijada de una situación extraordinaria, como puede ser la de nuestra edad avanzada. Ahora también recuerdo en concreto aquella conmoción que supusieron los días y el encierro de la pandemia del Covid. Cuando se dan dos circunstancias así es también el momento en el que nuestra biblioteca aparece ante nuestros ojos como ‘congelada’. Almacenada aquí y allá, nos parece que ya no es lo que fue, pues el paso de los años llena de bruma nuestra cabeza, atempera aquella pasión juvenil, devoradora, que fueron los libros. Y sin embargo siempre en esta situación crítica suele haber un libro que atrae nuestra atención y constituye una ‘semilla’ poderosa que da frutos con su lectura, alentando así nuestro interés y en consecuencia la esperanza de vivir en plenitud.

Recuerdo al respecto la que fuera para mí la relectura en aquellos días de la pandemia y que, a decir verdad, se vieron en cierta medida aliviados para los que tenemos nuestra ‘oficina’ en casa, para los familiarizados con el trabajo en soledad y silencio, y siempre en la buena compañía de los libros y de sus posibles mensajes. Tampoco nos olvidamos, en esas encrucijadas complejas, de las músicas que preferimos, las que abren en nuestra memoria maravillosas sensaciones de infinitud. (Pongamos aquí sobre todo la música de Johann Sebastian Bach, matemática celeste, un humanismo que sana).

Así que en esa situación nuestra en días de pandemia la relectura me llevó a los dos volúmenes de las ‘Epístolas a Lucilio’, de Séneca. ¿Libro como pocos de lo que hoy alguno reconocería a la ligera como ‘de autoayuda’, por ser el resultado de un evidente magisterio, por el profundo estoicismo que brota del mismo? Hay que señalar que estamos ante uno de esos libros en papel, no electrónico, que reúne, además de un valioso contenido, otras características como la de ser una de esas obras que pueden abrirse al azar por cualquiera de sus páginas.

Un don este que también nos conceden los libros de poesía, que para nuestro solaz podemos abrirlos por el principio o por el final de ellos, por cualquiera de sus páginas y, en este caso, quedándonos ya satisfechos con leer no solo uno solo de los poemas, o una sola estrofa o incluso si me apuran, un solo verso. ¡Microcosmo del poema, que en tan poco espacio contiene tanta intensidad, tanto ‘voltaje’, como quería Ezra Pound! Es esta intensidad –con su ritmo– la que distingue a la verdadera poesía para que ella no sea, engañosamente, prosa cortada en trozos.

Pero escribíamos sobre Séneca y sus cartas, que también nos ofrecían esa posibilidad lectora de abrir el volumen por cualquiera de sus páginas y elegir al azar una sola de ellas. Al hacerlo y en nuestro afán por salir de dudas y pesares nos dimos cuenta de que incluso podríamos hacer algo que nos permite otro libro clásico y remoto, el ‘I Ching’ o ‘Libro de las mutaciones’, de autor anónimo y seguramente una de las obras más antiguas que ha creado la humanidad. Su contenido alude a una radical filosofía de la vida, pero a la vez posee el don de ser un libro adivinatorio, en el que, a la manera de un juego, también se nos permite dar –con uno o varios de sus ideogramas–, respuestas a nuestras preguntas decisivas.

Tal actitud me llevó a abordar al azar el libro de Séneca y a dar con aquella carta, la número 55 de las 124 que contiene, la que lleva como epígrafe ‘La quinta de Vacia y el verdadero retiro’. En esta colección de consejos de Séneca a su discípulo Lucilio se suelen dar dos tonalidades, una que atañe a una reflexión eminentemente teórica, estoica, y otra en la que Séneca transparenta más su sentir que su pensar y que prueba que en él a veces se da también un avanzado epicúreo, aunque este movimiento solo nos lo ofrecería en su plenitud Epicuro, tres siglos más tarde. Esa doble sintonía entre lo moral y la placidez se nos ofrecía en la carta de Séneca que habíamos elegido y en la que una quinta o villa lujosa que el filósofo contempla en uno de sus paseos le lleva –sin olvidar su dimensión estoica– a emocionarse con cuanto contempla.

El Séneca que así piensa ya no es el de su juventud, cuando él viajó a Egipto no en busca de más conocimiento sino de salud para su cuerpo, aunque se ha dicho que de ese viaje volvió con una obra perdida de la que sin embargo se conservan unos pocos fragmentos sobre Egipto y ¡sobre la India! Muestra quizás temprana de por dónde iban las lejanas raíces de sus intereses intelectuales. Las cartas, por el contrario, son obras de madurez, algo que viene muy curiosamente señalado en la misiva elegida.

En ella, Séneca ha salido a ‘pasear’ conducido en una litera por porteadores; hecho este que le lleva de entrada a tener una grave duda: la de pensar si ya ha dejado de tener pies para caminar. La otra consideración previa es la de decirnos que Serbilio Vacia, el dueño de la muy especial villa, solo fue un indolente ricachón, un ser «famoso nada más que por su holganza». La casa de recreo en el campo se alzaba en un preciado paraje desde el que se divisaba el arco de la costa, la mar de Cumas. La mar, el camino que conduce a la villa, fijan una serie de símbolos en los ojos del sabio que ha salido a pasear «para sacudir los huesos, ora para expulsar la bilis, ora para aligerar la respiración».

Aludiendo a la armonía de la respiración y viendo la serenidad del paisaje se dan ya en tal contemplación una semejanza muy grande con un tipo de semblanza literaria o gráfica más propia de Japón o China, de Extremo Oriente. A su vez, en su contemplar, Séneca le da cuenta a Lucilio de otros símbolos que tienen un sentido y una significación dual, ya desde que la hermosa villa es propiedad de un personaje no moral. Pero lo mismo sucede con algunos detalles del paisaje en los que observo que la dualidad es muy llamativa, pues la casa tiene dos grutas, la cruza un riachuelo con dos brazos que desembocan uno en la mar el otro en un lago, dos vientos; dualidad también en esa mar que unas veces trae el temporal y otras se remansa y proporciona peces, o el campo frente a la ciudad, la de Bayas, no lejos de la villa.

Pero insiste Séneca en el carácter poco ético del propietario, que le sirve para reparar en las personas que buscando la soledad no la aprovechan y no viven en el campo por razones profundas y salutíferas, pues suelen ser personas con instintos «indolentes o relegadas», «entristecidas o atareadas»; o que viven sin paz, como «un animal tímido y perezoso, que se ha ocultado por miedo». Y en ese paraje y junto a esa villa surge en Séneca otra significativa dualidad, la de que «hay gran diferencia entre el vivir en retiro y vivir en la holganza». Lo que la villa es para Séneca y no para Vacia: un espacio en soledad y silencio en el que no se echan en falta ni siquiera a los «amigos ausentes», pues hay que gozar de la soledad incluso aunque estén lejos los demás seres.

Parece en definitiva que al fin Séneca deshace ese terrible dilema que afecta a los humanos desde el origen de los tiempos y que es el de la inevitable dualidad. En ese momento de la contemplación consciente parece también auxiliarse con lo que más tarde sería el Uno de Plotino, ya que volviendo al pensar, más que al sentir, Séneca nos dice algo extremadamente radical, mas salvífico: «Pero la filosofía, Lucilio, es cosa sagrada y venerable».

SOBRE EL AUTOR

Antonio Colinas

es poeta




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