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Apagón nacional. Una crónica, por Pablo de Lora

by Marko Florentino
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¿A partir de qué momento podemos considerar que volvemos a un estado en el que será cierto que el hombre es un lobo para el hombre?

Creo que me asaltó la pregunta por primera vez pasadas las 14.30 horas del pasado lunes, ese 28 de abril que ya se ubica en la historia como el día en que nos fundimos a negro a plena luz del día, cuando aún reverberaba en nuestra mollera que los apagones en España eran imposibles y que nuestro sistema eléctrico es el mejor del mundo, como sostenible es el sistema de pensiones y robusto el sistema bancario allá por el año 2007.

El AVE que nos debía trasladar a los 307 viajeros hasta Sevilla se había quedado varado cuando faltaban 20 minutos para llegar a la estación de Santa Justa. Transcurría ya más de hora y media de parada, el revisor había decidido que se abrieran las puertas para que se hiciera «corriente» – el calor afortunadamente no apretaba- y la cafetería había sufrido un primer aluvión de viajantes en busca de frutos secos, bocadillos y agua (y azucarillos y aguardiente si hubieran tenido). A esas alturas daba ya por imposible llegar a la comida programada con el decano de la Facultad de Derecho, mi cita previa con un Víctor, un ilustre y querido colega, y empezaba a peligrar que pudiera impartir a las 16:30 la conferencia que me llevaba hasta Sevilla.

«Calle … junto a las setas. Es mi casa por si tienes que hacer noche, que no sería extraño», me había escrito Víctor pasadas las 14:30 con presciencia digna de experto jugador de ruleta en Las Vegas. Me asomé a la vía y calibré la distancia hasta el camino agrícola, la alambrada que nos separaba de ese campo infinito de naranjos, el puente distante, la civilización. Y cuánto tardaríamos en pedir una cizalla o en reunirnos unos cuantos para tirar la valla. «Es peligroso», oí musitar a otro pasajero que nos mantenía al tanto de los acontecimientos a través de las noticias que le podían llegar a su radio portátil. 

La segunda vez que pensé en el retorno al estado hobbesiano fue cuando, después de ya más de ocho horas sin haber podido «despachar mis húmedas provisiones», que dijera el criado Febo en El castigo sin venganza de Lope, tuve que ir finalmente al baño. En aquel habitáculo penumbroso había ya trazas de que, a no mucho tardar, la vida podía empezar a ser «solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta», como señaló Hobbes; sobre todo desagradable: el sonido de esas provisiones húmedas, que, al caer, ya no lo hacían sobre una superficie metálica sino colmada de papel higiénico, la inoperatividad de la cisterna y la pisada, que se hizo pegajosa al aproximarme a darle al botón, esa sensación de estar de nuevo en aquellos suelos de nuestra juventud discotequera, cuando la aurora del día o las repentinas luces revelaban lo mucho que se había derramado de los vasos de todo tipo de combinados, lo mucho que se fumó y se sudó.  

«Tras más de siete horas de estar parados, fuimos evacuados en una operación conjunta de casi todas las fuerzas vivas de la comarca»

Tras más de siete horas de estar parados, fuimos finalmente evacuados en una operación conjunta de casi todas las fuerzas vivas de la comarca (una pareja de la benemérita, varios empleados de protección civil, el maquinista, el revisor, y el personal del tren) un operativo que a mí me recordó a Nacional III, la que cierra la trilogía de La escopeta Nacional, cuando la familia Leguineche va a Lourdes llevando a Luis José (José Luis López Vázquez) escayolado de cuerpo entero para así camuflar el dinero familiar que pretendían ingresar en un banco suizo porque llegaban los socialistas al poder. La bajada al andén de tantos y tantos pasajeros del AVE, con sus maletones, sus años, sus artrosis y sus buenos kilos; ese cruzar las vías peraltadas, la piedra suelta y abundante, hasta llegar a la acequia, atravesar la precaria pasarela que un resuelto número de la Guardia Civil en modo zapador había dispuesto, y llegarse al camino agrícola con el calzado más inapropiado, allí donde esperaban autobuses de ocasión o vehículos particulares, todo eso fue tal cual la bajada del tren de peregrinos al llegar al destino milagrero, la de los tullidos, tísicos, y aquel López Vázquez con la escayola cada vez más desconchada y los fajos de billetes ya sobresaliendo entre las vendas. Solo faltó Agustín González haciendo de Padre Calvo.

Llegamos a Lora del Río (¡dónde podía ir yo si no!) transitando abruptamente entre huertas en un trayecto que se hizo suspiro. El pueblo nos escrutaba, atisbaba y celebraba, desde la entrada hasta el habilitado cine municipal Go, con la expectación de los habitantes de Villar del Río al paso de la comitiva de los americanos en Bienvenido Mr. Marshall. Todo fue un homenaje a Berlanga el lunes 28 de abril de 2025. En realidad siempre lo es en esta España de nuestras entretelas, donde las luces del esperpento no las apaga ni Dios.

El alcalde, con su chaleco reflectante, no se había visto en otra: en español, y en un inglés que aun conserva margen de mejora, nos contó la dificultad de encontrar autobuses suficientes para llevarnos a Santa Justa, donde ya saldría el sol por Antequera. Solo faltó un Manolo Morán haciendo acotaciones al inglés del alcalde.

Algunos de los habitantes de Villar del Río, digo de Lora del Río, sin haber ido a la Wharton School ni nada, no tardaron en percatarse de la necesidad de satisfacer el pico de demanda, creciente e inelástica, de transporte por carretera y empezaron a desplegar sus vehículos particulares: a 200 euros la satisfacción para llevarnos a Sevilla. Renuente al principio, sucumbí finalmente, junto con otros dos pasajeros, entre ellos mi amigo Guillermo, a quien providencialmente había encontrado en Atocha poco antes de subirme al tren. Hasta los prolegómenos de la Avenida de Kansas City, frisando ya las 22h, el paisaje rural y el de los pequeños núcleos urbanos, aparecía fantasmal… Sólo nos deslumbraron fugaz y fluorescentemente los neones rojo, amarillo y verde chillón de una suerte de venta llamada El Chaparral. «Es una cafetería de, de… señoritas», nos dijo Paco, nuestro conductor ocasional. «Este nunca cierra… Y tiene las luces encendidas, arma… Será que son servicios esenciales, picha…».

«No hubo forma de bajar el voltaje, la intensidad y el ciclo combinado de sensaciones asíncronas: de angustia por la incertidumbre»

Casi a las 12 de la noche, tras haberme podido tomar un mollete de salmorejo con bacalao en la cervecería Ratón que me supo a gloria, y tras haber podido recuperar la conexión con Víctor, mi ángel de la guarda, y superar la confusión en torno a la ubicación del que sería mi ocasional techo y lecho esa noche, sentí que ya reingresaba plenamente en la sociedad civil. Fue también entre las sombras – aún no había llegado la luz a su casa-, cuando entré en el cuarto de Víctor Jr. y con la ayuda de la luz del móvil entreví las figuritas del capitán Haddock, de Oliveira da Figueira, Rastapopoulos, Tornasol y un póster del submarino que aparece en El tesoro de Rackham el Rojo. «Empiezo a estar como en casa», pensé. Solo faltaba Néstor con su librea trayéndome un rooibos.   

A pesar de la mullida cama y el cansancio, no me resultó posible conciliar un sueño profundo. No hubo forma de bajar el voltaje, la intensidad, la oscilación y el ciclo combinado de sensaciones asíncronas: de angustia por la incertidumbre, del no saber de los míos, del saber que los míos no sabían de mí y de saber que ellos sabiendo que yo no sabía… Y para más inri, conciliado finalmente el sueño, se me ha aparecido entre penumbras un risueño Berlanga. Y juraría que, burlón y satisfecho, salía de El Chaparral que ahora parecía tener la forma del castillo de Moulinsart. ¡Y con Paco, nuestro conductor de ocasión, del bracete!

Esos 200 euros… de satisfacción… ¡Bachi-buzuk!





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