A mediados del siglo XX, un infarto era casi una sentencia de muerte. Las enfermedades cardiovasculares arrasaban sin previo aviso y con escasa capacidad de respuesta médica. Quienes sobrevivían a uno quedaban marcados por la sospecha de una recaída inminente. Hoy, medio siglo después, la historia de la salud cardiovascular se cuenta de otra forma: menos trágica, pero también más persistente. Ya no se muere tanto de un ataque al corazón, pero convivir con alguna patología cardiovascular se ha vuelto algo común, incluso previsible y cotidiano.
Un reciente estudio de la Universidad de Stanford, basado en 52 años de datos sanitarios de Estados Unidos, ofrece una radiografía precisa de esta transformación. Entre 1970 y 2022, más de 37 millones de personas murieron por enfermedades cardiovasculares, aunque su peso específico ha disminuido frente a otras causas, como el cáncer. Es un cambio relevante: el corazón mata menos, pero falla más. Y cuando falla, lo hace de forma más crónica, sostenida y silenciosa.
Detrás de esta evolución hay avances médicos, mejores diagnósticos y una respuesta más eficaz ante emergencias cardiacas. Pero también hay una advertencia entre líneas. Las enfermedades cardiovasculares ya no se presentan solo como una amenaza súbita, sino como una condición prolongada, que afecta a millones de personas a lo largo de su vida. Es una epidemia sin estridencias, quizá no tan visible como hace décadas, pero más extendida que nunca.
Cómo ha cambiado el paradigma de las enfermedades cardiovasculares
Desde 1970 hasta 2022, la mortalidad por enfermedades cardiovasculares en Estados Unidos —país donde se ha puesto el foco del estudio— ha disminuido de forma notable. En este país, la tasa de mortalidad ajustada por edad se redujo un 66 %, pasando de 761 a 258 muertes por cada 100 000 habitantes. Un dato halagüeño, pero que guarda una letra pequeña sobre salud cardiovascular.

Dentro de ese conjunto, la caída en los infartos agudos de miocardio ha sido aún más drástica. El estudio indica una reducción del 89 % en la mortalidad por infarto —de 354 a 40 casos por 100 000 personas— y una disminución del 81 % en las muertes por enfermedad isquémica crónica.
A priori, todo buenas noticias. Sin embargo, hay un factor de riesgo que, cuentan, serviría como explicación al porqué de esa prevalencia aumentada: una mayor esperanza de vida y, a la postre, la comorbilidad con otras enfermedades. No en vano, no hay que perder de vista que las enfermedades cardiovasculares son la segunda causa de muerte en países como España, solo detrás de los cánceres.
En Estados Unidos, según determinadas previsiones de organismos públicos, se estima que patologías como diabetes, hipertensión, dislipidemia u obesidad se incrementarían para el año 2060. Del mismo modo, también aumentarían las enfermedades isquémicas, los fallos cardíacos o los infartos. Razón por la que el camino pasa por reinterpretar la salud cardiovascular. El éxito en el tratamiento agudo ha transformado el perfil de morbilidad. Ya no se trata solo de prevenir y tratar el infarto: la prioridad es afrontar un mayor número de enfermedades cardiovasculares presentes, menos fulminantes, pero persistentes.
Los retos ante un futuro con más prevalencia y menos letalidad
El incremento de la esperanza de vida —que en EE. UU. ha crecido casi diez años desde los años setenta— implica un envejecimiento de la población. Más pacientes sobreviven a un infarto, pero arrastran secuelas y se enfrentan a enfermedades cardiovasculares crónicas. El cambio demográfico, además de la supervivencia aguda, explica en buena medida la mayor prevalencia de patologías crónicas. Por un lado, topamos con una buena noticia. En el otro, si hablamos de salud cardiovascular, un matiz relevante. De ellos, de hecho, hemos hablado varias veces en THE OBJECTIVE.
No menos relevante es el impacto negativo de los hábitos de vida modernos. El aumento de obesidad —de aproximadamente 15 % a 40 % de la población entre 1970 y 2022—, la diabetes tipo 2 (afecta a casi la mitad de los adultos), la hipertensión (casi el 50 % de la población), el sedentarismo, el tabaco y el consumo de alcohol han agravado el panorama. Estos factores predisponen al desarrollo de diabetes, hipertensión y accidentes cerebrovasculares, además de favorecer otras enfermedades crónicas.
Convivir con una dolencia crónica supone no solo supervivencia, sino deterioro en la calidad de vida. Pacientes con insuficiencia cardíaca o arritmias enfrentan síntomas persistentes, limitaciones físicas y dependencia de tratamiento farmacológico y controles médicos continuos. A pesar de su baja tasa de mortalidad inmediata, estas enfermedades constituyen una carga personal, familiar y económica. La doctora Sara King, una de las investigadoras del estudio, advertía además en sus conclusiones que «ahora las personas sobreviven a estos episodios agudos, por lo que tienen probabilidad de desarrollar otras afecciones cardíacas».
Para afrontar estos retos, el estudio insiste en la prevención como piedra angular. Detectar precozmente factores de riesgo y modificar estilos de vida —dieta equilibrada, actividad física, abandono del tabaco y del alcohol— sigue siendo la primera línea de defensa, aunque insisten en que ya ha habido ciertas mejoras, como un menor índice de tabaquismo. Sin embargo, este elemento ha sido reemplazado paulatinamente por otros hábitos, haciendo que esta rueda no deje de girar.