Para una abuela sus nietos siempre son los más altos, guapos y listos. Es un paradigma que se repite generación tras generación y al que nunca hemos dado más importancia que la que tiene, el amor ciego profesado hacia la prole. Un escenario de amor en el que todo vale y en el que los vagos y ladrones se diluyen entre disculpas tan peregrinas como la de la responsabilidad subrogada a las malas compañías del ínclito vástago. Hoy ya no hacen falta abuelas porque la calificación del más alto, guapo y listo se arroga en publicaciones espasmódicas en cualquier perfil de las redes sociales. Los alumnos ya no se molestan en escuchar al profesor que comparte su experiencia, sus propios estudios o los de los clásicos. Un alumno del siglo XXI ya no escucha porque si Cervantes, Newton o Capote publicaron en vida obras geniales ellos también y, además, lo hacen todos los días. Un podcast en una plataforma se equipara sin rubor a las grandes obras o al mérito de un premio Nobel. Los alumnos ya no necesitan profesores porque ellos se autoeditan su propia y pretendida genialidad en Internet. Las novelas pagadas abrieron el camino para que cualquiera pudiera creerse García Márquez por unos pocos euros. De aquellos volúmenes sospechosos con letra grande y cubierta infantil hemos pasado a horas de contenido publicado que se parapetan bajo diseños agradables creados con Inteligencia Artificial o, en el mejor de los casos, con una plantilla de Canva. La condición sine qua non para el éxito no es la calidad sino la de ser «emprendedor», «valiente» o «creativo». La calificación real queda para los que saben pero que en el momento de hacerlo en negativo se convierten en carcas, fachas o retrógrados. No hacen falta abuelas que digan lo guapo que eres ni profesores que cuenten la historia porque para eso ya publicas un podcast o un perfil en Instagram cargado de likes. Dicen que eso permite que realmente todos seamos iguales ante la Ley y ante el mundo. Un mundo capaz de generar tanta igualdad de pandereta como riesgos para una sociedad libre y democrática basada en el bien común y no en la autorrealización injustificable de un tipo que no da para mas. Poco importa que el personaje reciba las loas de su abuela, el aplauso de un ejército de boots o vea escrito su nombre en una pancarta de apoyo redactada con faltas de ortografía por una asociación de incondicionales que sólo pide que en el futuro les apoyen a ellos en otra cruzada con sentido o sin él. Tener abuela o esperar a morirse para que digan lo bueno que eres está demodé, ahora las loas tienen que ser en vida porque dicen que todos tenemos derecho a sentirnos reconocidos. Así nos va.
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