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Bolonia o el último grito del cine que fue, por Manuel Arias Maldonado

by Marko Florentino
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Un año más, los aficionados al cine del mundo entero tenían una cita ineludible en Bolonia: la hermosa ciudad italiana ha albergado la trigésimonovena edición del festival Il Cinema Ritrovato, organizado por ese núcleo irradiador de la restauración fílmica que es la Cineteca de Bolonia. Se dice pronto: son ya casi cuatro décadas ocupadas en poner a disposición de espectadores y profesionales el último grito del pasado; un pasado que puede ser tan distante como 1905 o tan cercano como los últimos años del siglo pasado. Durante nueve días, transcurridos esta vez bajo un calor sofocante al que los asistentes respondieron como buenamente pudieron, se proyectaron cientos de películas en ocho salas de la ciudad. Según los datos proporcionados por la organización, se ocuparon en ellas 70.000 asientos y aun otros 70.000 espectadores asistieron cada noche a las proyecciones nocturnas en la bellísima Piazza Maggiore.

Para los 5.000 acreditados, provenientes de 57 países distintos y habitantes de una suerte de Babel cinéfila que se comunica sobre todo en inglés, el desafío consistía de nuevo en seleccionar las proyecciones y hacerlas compatibles entre sí: jugando con los horarios, salvando la distancia entre salas, dejando tiempo para un aperitivi en el bar de la Piazzeta Pasolini o cualquier otro local de la ciudad. Uno se ve obligado a hacer elecciones trágicas —ya me entienden— entre proposiciones irresistibles, tal es la cantidad de ciclos y películas que los programadores del festival se las apañan para reunir cada año; las sesiones comienzan a las nueve de la mañana y terminan al filo de la medianoche, a salvo de excepciones como la versión restaurada de Barry Lindon o la épica Sholay, un film indio de aventuras que concluyó cerca de las dos de la mañana. A los largometrajes, cortometrajes y documentales hay que sumar las proyecciones de cine mudo con música en vivo—que este año incluyeron la versión de 1925 de La quimera del oro, la Huelga de Eisenstein o The Scarlet Drop, un western de John Ford estrenado en 1918 y hallado casi completo en Chile— y las conversaciones con realizadores en activo tales como Jonathan Glazer o Jim Jarmusch.

Destacados comentaristas anglosajones se pasean entre los asistentes, ya sea por estar al cargo de alguna presentación o por ser habituales del festival: de Farran Nehme a Jonathan Rosenbaum, pasando por Imogen Sarah Smith, Tony Rayns o nuestro Miguel Marías. Este corresponsal coincidió en una cola —de esas que permiten entrar a un film sin entrada si fallan los que tenían entrada— con Nick James, que fue director de Sight & Sound durante muchos años y es autor de una estupenda monografía sobre Heat; bajo un sol punitivo, el británico departió conmigo amablemente sobre la trayectoria de su revista y los atractivos del festival boloñés.

Ninguno de los dos logró entrar, por cierto: el ciclo dedicado a las películas noir escandinavas de los años 40 y 50 que alojó la Sala Scorsese —unas 150 localidades— fue un éxito incontestable; cuando uno lo ha visto casi todo, la posibilidad de ver cine de género aún inédito atrae multitudes de especialistas. Abundan en el festival, por cierto, los profesionales del sector; aunque no se proporcionan cifras, Bolonia se llena de programadores interesados en saber lo que se cuece. De ahí salen colaboraciones estimulantes: el curador iraní Ehsan Khoshbakht programó en la edición del año pasado un ciclo sobre el director Anatole Litvak que pudo verse —aunque no completo— en la Cinemateca de Lisboa el pasado otoño; algunas de esas películas recalan en nuestra Filmoteca Nacional este verano.

Muchas de las proyecciones son objeto de una breve presentación, ya sean los curadores del ciclo en cuestión o personas relacionadas de distinta manera con su restauración: si la elegante crítica norteamericana Molly Haskell introdujo a sus 85 años todos los filmes del ciclo dedicado a Katharine Hepburn seleccionados por ella misma y el eminente restaurador de Columbia Pictures Grover Crisp detalló los avatares de la versión del director restaurada en 70 milímetros de Encuentros en la tercera fase, la directora de la Filmoteca Española —o sea Valeria Camporesi— presentó ante el público la versión íntegra de El inquilino, una sátira del mundo inmobiliario firmada en 1957 por José Antonio Nieves-Conde que no puede gozar de más actualidad.

«El festival proyectó algunas adaptaciones cinematográficas de las novelas de Simenon, entre ellas, ‘La verdad sobre Bebé Donge’»

Y el mismísimo Thierry Frémaux, director del Festival de Cannes y del Lumière de Lyon, certamen análogo al boloñés que no obstante se empeña en subtitular solamente en francés los filmes allí proyectados, evocó la figura de su íntimo amigo Bertrand Tavernier antes de que se proyectara una versión inmaculada de la formidable El relojero de Saint-Paul: resulta difícil de olvidar esa secuencia de apertura del film que empieza en el pasillo de un tren que se desplaza a gran velocidad por la noche francesa y en la que un niño, asomado a la ventana, ve cómo arde un vehículo… con el que la cámara se queda, dejando irse al tren y dando así comienzo a la historia del padre que afronta la acusación de homicidio formulada contra su hijo, quien habría usado la furgoneta de la familia antes de hacerla arder para borrar su rastro.

El protagonismo del genial Georges Simenon no es casual, pues el festival proyectó algunas adaptaciones cinematográficas de sus novelas —entre ellas La verdad sobre Bebé Donge, formidable cinta dirigida por Henri Decoin en 1952 en la que actúan Jean Gabin y Danielle Darrieux— como complemento a la exposición sobre el escritor belga que han organizado la Cineteca de Bolonia y John Simenon, hijo del segundo matrimonio del novelista y ahijado de Jean Renoir. La muestra, que permanecerá todavía unos meses en ese esplendoroso Cinema Modernissimo reabrió hace dos años en el subsuelo de la Piazza Maggiore, es excepcional: cualquier aficionado a la obra de Simenon habría de ir a verla, trayéndose de recuerdo su exhaustivo catálogo. Que su hijo sea el encargado de gestionar el archivo familiar y lo haya puesto a disposición del público es un pequeño gran acontecimiento; que la exposición se haya montado en Italia, país donde el culto a Simenon siempre ha sido particularmente intenso, no es casualidad. Hay que aplaudir una vez más a Justo Navarro, quien llevó a su comisario Polo a la Bolonia de 1947 en Bologna Boogie, excelente novela del año 2021.

Sala tras sala, el visitante acompaña al creador de Maigret en sus inigualables peripecias: desde su Lieja natal a los canales franceses que recorrió, manejando un pequeño barco, durante tres años, pasando por el París alegre de entreguerras, el África colonial y esos Estados Unidos en los que se refugia tras la II Guerra Mundial; todo ello sin olvidarnos de sus viajes por el resto del mundo, en los que aprovechó para visitar a Trotsky antes de su muerte, armado de una cámara con la que hizo miles de fotografías. Huelga decir que hay también una sección dedicada a sus novelas —del diseño de cuyas portadas fue pionero responsable desde muy pronto— y otra que rastrea su relación con el cine: no solo fue amigo íntimo de Jean Renoir, sino que fue presidente del Jurado en el Festival de Cannes que dio la Palma de Oro a La dolce vita y se hizo buen amigo de Fellini, con quien mantuvo una correspondencia que la editorial Adelphi ha publicado en italiano. El programa simenoniano tuvo como remate la conferencia, titulada Mon Simenon, que su hijo John impartió en el Modernissimo: quedó claro para todos los presentes que se trata de un dignísimo gestor de la vasta herencia paterna.

Por contraste con las salas mundanas que nos vemos obligados a frecuentar y de las que se ha hablado ya en este blog, las sesiones transcurren en Bolonia sin que los espectadores hablen en voz alta, consulten sus móviles o ingieran hamburguesas: impera el respeto hacia los demás y la reverencia por la actividad compartida que allí se desarrolla. Estamos, pues, ante un apasionado silencio. No hay necesidad de que los cientos de voluntarios ni los organizadores intervengan para poner orden; la ciudad entera es un dechado de entusiasmo institucional y ni siquiera en las proyecciones abiertas al público no acreditado en la Piazza Maggiore hay que lamentar la falta de civismo. El asistente al festival se adentra en un marco singular de experiencia, dominado por la sucesión de proyecciones y la expectativa renovada cada vez que abandona una sala; al tratarse de una vivencia compartida, su intensidad es aun mayor. La semana transcurre a la vez despaciosa y veloz, como si uno viajase en avión a las antípodas: cuando parece que no vas a llegar nunca, ya has llegado.

«El festival dedicó en esta edición ciclos a Mikio Naruse, Willi Forst, Luigi Comencini, Lewis Milestone, Coline Serrau y Katharine Hepburn»

Anotemos aquí al margen que las ridiculizaciones de que a veces son objeto los aficionados al cine, presentados como poseurs que lucen su obsesión por una película perdida de Lubitsch o presumen de un conocimiento exhaustivo del cine filipino, se antojan pueriles en cuanto uno se da un paseo por el Cinema Ritrovato. Porque en Bolonia no se ve a nadie que quiera epatar a los demás, sino a individuos que acuden al festival porque disfrutan viendo películas y quieren ser partícipes de la mejor programación imaginable en las mejores condiciones posibles: nadie ve cinco películas seguidas para poder contarlo luego o pregonarlo en las redes sociales. ¡Que conste en acta!

¿Y qué hay, de las películas? ¿Qué cabe destacar? Nadie está en condiciones de responder de manera exhaustiva a esta pregunta, por la sencilla razón de que la oferta del festival es inabarcable y el espectador se ve obligado a dejar fuera muchos filmes que hubiera querido ver. Cada uno toma sus decisiones; yo prefiero tener una cierta impresión de distintas secciones antes que concentrarme en un par de ellas, combinando por lo demás el descubrimiento de lo que no se conocía con la renovación de algunos viejos placeres. En el curso del festival, por lo demás, uno puede cambiar de tercio: eso hice yo cuando vi que el nivel medio de las películas de Mikio Naruse de los años 30 se estancaba y, en cambio, me ganaban las firmadas por Luigi Comencini entre finales de los 50 y mediados de los 70. A este respecto, es un consuelo saber que incluso los expertos tienen lagunas: en la encuesta que se hace entre los cognoscenti cuando acaba el festival, la ya citada Imogen Sarah Smith confiesa que Comencini era nuevo para ella.

Bien: al margen de la heterogénea sección dedicada a películas restauradas de todas las épocas y geografías, sobre la que enseguida volveremos, el festival dedicó en esta edición ciclos monográficos a Mikio Naruse, Willi Forst, Luigi Comencini, Lewis Milestone, Coline Serrau y Katharine Hepburn. A ello han de sumarse las secciones dedicadas al mudo —al año 1905, al año 1925 y a un conjunto de películas asociadas la figura del escritor ruso Isaak Babel y sus Cuentos de Odessa— y las que se centraban en el noir escandinavo de posguerra; en la denominada Cinemalibero se proyectan cada año películas procedentes de eso que antes se llamaban países en desarrollo. La variedad, pues, es norma.

Willi Forst fue uno de los triunfadores —siempre póstumos— del festival: actor primero y director después, el austriaco Forst trabaja en su país natal y en la vecina Alemania durante los años 30 y 40 pese a no compartir la ideología nazi, realizando comedias sofisticadas y dramas fatalistas en los que la música, el baile y el teatro juegan un papel determinante. Si fue célebre en el pasado, asociado su nombre popularmente a cierta cosmovisión austrohúngara, hoy merece mejor suerte y una mirada más penetrante: tanto Maskerade, prodigiosa tragicomedia de 1934 en la que los destinos de los protagonistas se anudan irremediablemente a medida que se desarrolla el juicio por asesinato de un famoso pianista, como Allotria, una irresistible e inventiva screwball comedy sobre la infidelidad en la que destaca el formidable Anton Walbrook (a quien el lector recordará por sus papeles en Vida y muerte del Coronel Blimp o Las zapatillas rojas), se revelaron como joyas escondidas en el pasado del cine europeo; ojalá lleguen al mercado, junto a las demás obras del autor, en buenas ediciones de Blu-Ray.

«Comencini merece trascender su fama como maestro de la ‘commedia all’italiana’ porque fue mucho más que eso»

También sorprendió a propios y extraños el ciclo dedicado a Luigi Comencini, o mejor dicho a una parte de la vasta obra —más de 50 largometrajes— del atípico director italiano. Este arquitecto convertido en cineasta, hijo de madre suiza que vivió en Alemania y Francia antes de instalarse e Italia, se formó viendo clásicos en la Cineteca de Milán; allí comprendió que el cine es un arte que se dirige a las masas y debe hablar el lenguaje de la emoción si quiere hacer su trabajo. Además de La valigia dei sogni, película dedicada a la conservación del cine que amenaza con perderse, se exhibieron copias restauradas de varios de sus melodramas (forma que empleaba cuando centraba su atención en las clases populares) y algunos de sus dramas criminales (a los que recurría para tratar de la burguesía).

Entre los primeros se cuentan el espléndido y contenido melodrama neorrealista Una ventana sobre Luna Park (1957); la impresionante Delitto d’amore (1974), donde la denuncia de las condiciones de trabajo en la industria milanesa constituye el trasfondo de una historia de amor donde chocan las culturas meridional y septentrional; la magistral Incompreso (1966), que aborda el sufrimiento del hijo mayor del cónsul británico en Florencia tras la muerte de su madre mediante suntuosas imágenes y una puesta en escena sutil que jamás cae en el sentimentalismo. Y luego está Senza sapere niente di lei (1969), donde el investigador de una aseguradora se enamora de la hija de una mujer rica fallecida en extrañas circunstancias cuando investiga el suceso; una película notable en la que Comencini demuestra su capacidad para la penetración psicológica y la creación de ambientes, sin dejar que las innovaciones formales propias de la época resten claridad de su propuesta. No cabe duda: Comencini merece trascender su fama como maestro de la commedia all’italiana porque fue mucho más que eso.

Seguimos: el realizador hollywoodense elegido en esta edición fue Lewis Milestone, que en la memoria cinéfila pasa por ser principalmente autor de la primera adaptación de Primera plana —la obra teatral de Ben Hecht— y responsable de Sin novedad en el frente, impactante adaptación de la novela antibelicista de Erich Maria Remarque. Pero ni David Thomson ni Tavernier y Courdousson tienen una opinión favorable del cine de Milestone; de ahí que la apuesta de Ehsan Khoshbakht presentase el interés de revisar la obra del director de origen moldavo. Tal como pudimos comprobar en los ciclos dedicados en años precedentes a figuras con trayectorias similares, como Ruben Mamoulian o Anatole Litvak, la obra de estos emigrés suele presentar rasgos de originalidad en los años 30 y 50, decayendo en los 50 y perdiendo casi todo su interés —si llegan— en los 60.

Para colmo, Milestone fue señalado en la caza de brujas; no en vano había hecho cine social y adaptado a Steinbeck. Yo pude ver Rain, drama del año 1932 primorosamente restaurado al que se han reintegrado los segmentos eliminados por la autocensura en el reestreno de 1937; la brillantez visual de Milestone dinamiza lo que en origen es una obra de teatro sobre el conflicto entre el puritanismo y los espíritus libres: Walter Houston da vida al primero y una joven Joan Crawford al segundo. Por su parte, Arco de triunfo es un excelente drama sobre la vida de los refugiados en el París de la preguerra, que cuenta con soberbias interpretaciones de Charles Boyer e Ingrid Bergman (el siempre magnífico Louis Calhern, exiliado ruso en París, dirige una gran frase cínica al botones del hotel: «La discreción es para el servicio, la indiscreción para los caballeros»), la más conocida El extraño amor de Martha Ivers es un noir de posguerra brillante aunque demasiado verboso y A Walk in the Sun, escrita por el también blacklisted Robert Rossen, se erige como una de las mejores películas sobre el desempeño de los soldados norteamericanos en la guerra europea y recuerda —por un nivel de abstracción que algo tendría que ver con la estrechez presupuestaria— a La colina de los diablos de acero de Anthony Mann.

«De Katharine Hepburn destacaría ‘La mujer del año’, ambientada en el marco del periodismo deportivo y con Spencer Tracy»

Menos sorpresas podía ofrecer el ciclo dedicado a Katharine Hepburn, comisariado por la brillante e incombustible Molly Haskell, ya que hemos visto más de una vez los filmes protagonizados por la gran actriz norteamericana. No obstante, Haskell quiso resaltar la personalidad arrebatada de una Hepburn siempre independiente y sexualmente ambigua, capaz de elegir papeles que se ajustaban a su personalidad y orgullosa representación en pantalla de mujeres independientes dispuestas a vivir la vida a su manera: de ahí el arco que se dibuja desde Cristopher Strong, la segunda de sus películas, dirigida por Dorothy Arzner, rara combinación de comedia y drama con final trágico, y Desk Set, colorida incursión del Hollywood de finales de los 50 en un mundo empresarial amenazado —¿les suena?— por la robótica.

Entre medias y por referirme a títulos algo menos conocidos que La fiera de mi niña, destacaría Holiday, maravillosa comedia de George Cukor en la que hace pareja con el incomparable Cary Grant, así como La mujer del año, ambientada en el marco del periodismo deportivo y en la que comparte pantalla con Spencer Tracy. No obstante, las Locuras de verano de David Lean causaron impacto: sus imágenes en Technicolor de la Venecia de mitad de los años 50 son sencillamente imbatibles. En fin: ver de nuevo algunas de estas obras en pantalla grande y en la compañía de un público entusiasta quizá no ofrezca revelación alguna, pero proporciona una sensación a la vez familiar y vivificante.

De Naruse pudimos ver un buen número de los filmes que rodó antes de la guerra, en ese Japón de los años 30 que continuaba con su modernización social bajo el influjo norteamericano y sufría por ello incontables choques entre la moral renovada de las generaciones más jóvenes y el peso de la tradición en la estructura social y la mentalidad de los mayores: acaso el gran tema del cine japonés de siempre. Aquí aparece un Naruse ya maduro, quien no obstante encuentra en algunos casos dificultades a la hora de forjar la estructura dramática de sus películas, tal como sucede en Tres hermanas de corazón puro (1935). Mucho más convincente es ¡Esposa, sé como una rosa!, también de 1935, donde aparece una divertida alusión —estaban al día— a la falda de Claudette Colbert en Sucedió una noche.

También Melancolía de mujer (1937) se las apaña para narrar con sencillez y acierto el drama de una mujer que se casa con el hijo de una acaudalada familia de la que pasa a ser casi sirvienta. Ocurre que el festival proyectó en otra sección la versión restaurada de Nubes flotantes, drama posbélico firmado por Naruse en 1955 donde actúa la extraordinaria Hideko Takamine, lo que hizo ver el contraste entre unas películas iniciales ya prometedoras y en algunos casos brillantes y, del otro lado, una obra maestra de gran resonancia emocional donde se aborda el otro gran tema del cine japonés: la guerra imperialista y sus consecuencias sobre la vida de la población civil.

«En el inagotable cajón de sastre dedicado al cine restaurado más reciente, pudimos ver obras sorprendentes y aun extraordinarias»

Ya he señalado que resultó muy difícil conseguir entradas para ver los noir escandinavos, pero quien esto escribe pudo hacerse una idea del ciclo asistiendo a dos proyecciones: la noruega Death Is a Caress fue dirigida por Edith Carlmar —sí, una mujer— en 1949 y es la crónica fatalista del amor imposible entre una adinerada socialite y el apuesto mecánico que lo deja todo por ella; Eight O’Clock Sharp, que también es noruega y fue dirigida por Nils Müller en 1957, es un apreciable thriller sobre un falso culpable cuya inocencia pende de un hilo. En ambos casos, y según pude leer en todos los demás, estas películas hacen lo mismo que sus modelos norteamericanos: exploran el anverso del bienestar democrático de unas sociedades cuyo crecimiento económico no lograba evitar —e incluso acaso estimulaban— la infelicidad doméstica; aquí nadie es feliz y los crímenes pueden entenderse como metáfora de un malestar de fondo que nadie sabe cómo mitigar.

Fuera de ciclo, en el inagotable cajón de sastre dedicado al cine restaurado más reciente, pudimos ver obras interesantes, sorprendentes y aun extraordinarias; algunas ya conocidas y otras que lo son poco o no lo son en absoluto. A menudo, eso se debe a que no circulan copias en buen estado y el tiempo ha acabado por sepultar el film; también puede suceder que su momento no haya llegado.

En cualquier caso, destacaría Los malos golpes (1961), un drama rural de Françoise Leterrier que lidia con el dolor que padece una mujer —Simone Signoret— incapaz de evitar que el famoso conductor de bólidos con el que se casó se interese por una chica más joven, triángulo sexual con ecos buñuelianos y aires de existencialismo tardío; la formidable Arroz amargo (1949) de Giuseppe de Santis, que por fin ha sido restaurada como se merece y aguarda su redescubrimiento por una nueva generación de cinéfilos; la interesantísima Esterina (1959), inusual road movie italiana protagonizada por una chica que huye de casa en compañía de unos camioneros, lo que permite al director Carlo Lizzani pasearse por los márgenes del milagro económico de la segunda posguerra; la ya mencionada El relojero de Saint Paul (1974), que fue el debut cinematográfico de Bertrand Tavernier y, contando con espléndidas actuaciones de Philippe Noiret y Jean Rochefort, figura entre las mejores adaptaciones de la obra de Simenon; la sorprendente Diva (1981), del fallecido director francés Jean-Jacques Beneix, cuya hija presentó al público este audaz neo-noir cuyo tratamiento visual —neones, colores, ópera, pop— permite cuestionar la originalidad del Leos Carax de Mala sangre; o, en fin, la estupenda Sâo Paulo, Sociedade Anônima (1965), filme de Luiz Sérgio Person en el que se traza un paralelismo entre la difícil personalidad de un joven ingeniero que se relaciona con las mujeres de su vida de manera penosa y el crecimiento económico del Brasil de la dictadura, todo ello con un firme manejo del lenguaje que trajeron consigo las nuevas olas de los años 60.

«Causó honda impresión la versión restaurada en 70 milímetros del ‘director’s cut’ de ‘Encuentros en la tercera fase’»

Más conocidas y no por ello menos disfrutables resultaron las versiones restauradas del Thief de Michael Mann o la conmovedora Yi Yi de Edward Yang; perdió fuerza a mis ojos Hearts of Darkness, documental sobre el rodaje de Apocalypse Now basado en las imágenes tomadas por Eleanor Coppola. Por cierto: cuando Francis Ford Coppola sale diciendo que «nada es peor que una película pretenciosa y pomposa», que es lo que teme estar haciendo en Filipinas, es difícil no pensar que eso es justamente lo que ha hecho él en Cosmopolis... Por el contrario, causó honda impresión la versión restaurada en 70 milímetros del director’s cut de Encuentros en la tercera fase, que parte de la versión de 2017 en la que Spielberg se implicó de lleno (a diferencia de lo que sucedió, según nos contó allí Glover Crisp, con la restauración de 1997) y nos devuelve al Spielberg más hitchcockiano en la forma y personal en el tratamiento de su tema; un tema que Paul Schrader había concebido —en la primera versión del guion— de manera muy diferente.

Señalemos también que el documental dedicado a Chaplin y sus Tiempos modernos resultó ser muy flojo, mientras que el que se ocupaba de Eric Rohmer (Eric Rohmer, Sprit d’enfance) merece ser visto por cualquier aficionado a la obra del realizador francés. Tampoco faltaron ocasiones memorables en el capítulo del cine mudo acompañado de música en vivo: la sinfónica de la ciudad acompañó la proyección de La quimera del oro —en la superior versión de 1925— en la Piazza Maggiore, donde una banda de post-rock local hizo talentosamente lo propio con la formidable Huelga de Sergei Eisenstein, obra maestra del cine y de la propaganda política. Pero también vimos la prodigiosa El hombre de la cámara, de Dziga Vertov y los suyos, que en algún sentido anticipa irónicamente al coche-cámara de Google Maps, así como la mencionada The Scarlet Drop, un western de John Ford del año 1918 donde se reconoce enseguida el talento visual del realizador norteamericano; poco importa que la película, salvada milagrosamente de edificio en ruinas chileno que iba a ser derribado, se halle incompleta.

Pues bien, hasta aquí llegamos y aquí nos quedamos: contando los días hasta la siguiente edición. ¡Salve!



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