Richard Brody, crítico de cine del New Yorker y autor de una biografía de referencia sobre Jean-Luc Godard, respondía de manera sorprendente hace unas semanas a la pregunta que formulaba una cuenta de X dedicada a asuntos franceses: «¿Cuál es la mayor contribución de Francia a la historia humana?» Para Brody, no hay dudas: «El auteur». Y aunque un país tan devoto de las artes como Francia ha producido de manera generosa una destacable cantidad de personalidades artísticas, de Chateaubriand a Flaubert y de los impresionistas a los surrealistas, la alusión de Brody es estrictamente cinematográfica: se refiere a los auteurs tal como fueron definidos por los críticos de la revista Cáhiers du Cinema en la segunda mitad de los años 50.
En ese sentido, claro, es una boutade; el Código Civil napoleónico presenta una candidatura mucho más sólida. Para el aficionado al cine, sin embargo, es una boutade cargada de razón: no sabemos cómo veríamos películas si no se hubiese producido aquel giro decisivo en la consideración del director de cine, que pasó de ser una pieza más del engranaje industrial —situado a veces por debajo del productor o sometido a las veleidades de la estrella— a convertirse en el creador de la obra tal como llega al público.
De modo que si hoy hablamos con naturalidad de Ford, Ozu, Hawks o Hitchcock como responsables principales de las películas que nos han legado y como artistas capaces de transmitir en ellas una visión del mundo asociada a una estética propia, pese a haber actuado en el interior de sistemas industriales orientados hacia la captación del público de masas, es gracias al empeño que críticos como Bazin, Godard, Rivette, Truffaut, Rohmer o Chabrol pusieron en defender esa idea; otros, como Andrew Sarris o Robin Wood, importarían el concepto a los Estados Unidos. En España, por cierto, el impacto del auteur queda sobradamente expresado en el nombre que se dio a comienzos de los 70 a una de nuestras principales revistas de crítica cinematográfica: Dirigido por. Todavía recuerdo aquellas ediciones blancas de su primera época, en cuya portada aparecían el nombre y la fotografía del realizador al que se dedicaba el número.
Por el camino, inevitablemente, los auteristas exageraron: vieron auteurs donde no los había y crearon la impresión de que una personalidad marcada al otro lado de la cámara basta para asegurar la excelencia fílmica. También provocaron de manera involuntaria una injusta desatención a los demás profesionales que hacen posible un film: como si la llamada mise-en- scène o puesta en escena, noción a la que volveremos en este blog, fuera lo único que cuenta en la creación de una obra donde trabajan guionistas, directores de fotografía, montadores, diseñadores artísticos y de vestuario, montadores, sonidistas, etc. Durante un tiempo, todos ellos fueron víctimas colaterales de la querella crítica.
Más allá de que nos entretengamos discutiendo si Gordon Douglas o Jacques Deray deben contar como autores o como artesanos, distinción a la que el crítico Fernando Usón ha dedicado textos clarificadores en su estupendo blog, el argumento principal de los que luego serían protagonistas de la nouvelle vague sigue en pie: allí donde hay un realizador que no se conforma con hacer trabajos alimenticios para la industria, a él debe identificársele como principal autor de la película, pues él será quien ha tomado las decisiones artísticas fundamentales. Tal como ha señalado Martin Scorsese en el último número de la revista Sight & Sound, donde se reproduce la larga charla que mantuvo con el también realizador Edgar Wright con motivo de un ciclo de cine británico inspirado por el neoyorquino:
«Pensemos en los conflictos con los productores o la censura de directores tan importantes como Lubitsch o Hitchcock»
«La idea misma del auteur se encuentra hoy bajo un fuerte escrutinio, especialmente en el actual mundo de la crítica y realización hiperdemocráticas, tan diferente de aquel en el que hacíamos películas en los años 70. Por lo general, aunque pueden pasar muchas cosas entre el momento en que se escribe la primera palabra de un guión y el momento en que se proyecta el film, puede decirse que hay una persona dirigiendo el rumbo del barco. Y eso tiene mucho que ver con lo que llamamos un auteur».
Es obvio entonces que los marcos industriales fuertes, como Hollywood o Francia o Japón, siempre han constreñido la capacidad de decisión de los realizadores que trabajaban en ellos; de ahí que en el análisis de sus obras sea con frecuencia necesario buscar las huellas de la autoría. Pensemos en los conflictos con los productores o la censura de directores tan importantes como Lubitsch, Hitchcock, Peckinpah o Huston. Tal vez podamos incluso sostener que el genuino auteur es aquel que se hace visible pese a esas constricciones; quien logra manifestarse a través de las convenciones narrativas cuya voladura no sería tolerada por quienes financian su película. Nadie podía dudar en su momento de que Fritz Lang era el autor de Metrópolis y Murnau el autor de Tabú; lo que no estaba claro era que Hawks fuera un artista cuando hacía Luna nueva o que 39 escalones era la obra de un realizador llamado Hitchcock.
Viene todo esto a cuento de que la revista donde fue defendida la politique des auteurs ha publicado este verano un número dedicado a la historia del cine —(Re)penser l’historie du cinéma— que presenta un notable interés. Hay que tener en cuenta que la revista francesa vive una suerte de renacimiento bajo el mando de un redactor-jefe hispanofrancés, Marcos Uzal, quien parece haber frenado la trayectoria errática de la publicación en las últimas décadas. Quien tenga interés por el asunto debe remitirse al excelente librito de Emilie Bickerton, A Short History of Cahiers du Cinema, donde se relata la degeneración posmarxista de la película en los años 70 y su posterior pérdida de identidad en los años 90.
Bien es cierto que uno de los reproches que Bickerton dirige al Cahiers de finales de siglo es que hubiera renunciado a defender una estética concreta, perdiendo así la plataforma analítica desde la que ir juzgando las novedades o revisando el cine del pasado. No estoy seguro, sin embargo, de que esa aproximación sea hoy saludable: muy potente tiene que ser la teoría para soportar esa carga sin desmoronarse. Salvo que uno quiera hacer una revista militante en contra del capitalismo o primar el cine de vanguardia, se antoja preferible mantener una posición ecléctica y dejar que sean los distintos colaboradores quienes expresen su propia visión del cine, siempre que esta sea coherente y rigurosa a la hora de analizar películas, autores, estéticas o movimientos fílmicos.
«¿Y cómo se gana esa conciencia histórica? Familiarizándonos con el cine del pasado y descubriendo autores o geografías nuevas»
En el artículo con el que se abre el dossier, el director de la revista Marcos Uzal sostiene que todos somos historiadores: no pudiendo escapar a la historia, todos contribuimos a escribirla a nuestra manera. Su recomendación es que nos ocupemos de ganar conciencia histórica, que en este caso es conciencia histórica del cine, para evitar así que la actualidad y los mercaderes restrinjan indebidamente nuestro campo de visión. ¿Y cómo se gana esa conciencia histórica? Acudiendo a ella, claro: familiarizándonos con el cine del pasado y descubriendo en él autores o geografías nuevas. Sellos como Radiance o Arrow hacen un trabajo excelente editando obras de directores, países o etapas desatendidas hasta ahora por el espectador cinematográfico especializado; y las propias plataformas pueden contribuir a este noble objetivo.
Pues noble será ver aquello que merece ser visto y aun no hemos visto; igual que en su momento, como recuerda Uzal, nuestra visión del cine posible cambió cuando llegaron hasta nosotros el cine iraní de los 90, la nueva ola taiwanesa, el cine surcoreano y, últimamente, el nuevo cine rumano. Uzal escribe: «La historia nunca deja de evolucionar, de moverse, de cambiar, de desplazarse». Y quiere la casualidad que Paul Schrader, realizador y teórico del cine, hiciera en su cuenta de Facebook una interesante reflexión sobre cómo la era del acceso —si de verdad nos da acceso— puede modificar un canon fílmico cuya elaboración colectiva dependía de las películas disponibles para quienes hacían crítica:
«Creía conocer la historia del cine, en particular la norteamericana. Pero lo que sabía solo era el consenso crítico percibido o las películas de las que escribían los historiadores o las que estaban disponibles a través de la televisión o las proyecciones en salas».
Schrader reaccionaba así a la buena impresión que le había suscitado por Asalto al banco de San Luis, una heist movie de 1959 rodada on location en la ciudad del título y de la que nunca había oído hablar. Las plataformas, concluía, pueden trastocar nuestra visión de la historia del cine. Y algo más, sugería en otro momento: las plataformas se están llenando de películas de serie B —o su equivalente actual— que jamás llegan a los cines y permanecen por debajo del radar de la mayoría, al menos hasta que llegue el momento de su reconocimiento crítico. Al igual que pasaba en los 40 y los 50, puede haber joyas escondidas entre la basura.
«El crítico Jean-André Fieschi dijo que era preciso fijarse en los realizadores que hacen cine con conocimiento de la historia del medio»
Por su parte, Uzal cita al cineasta y crítico francés Jean-André Fieschi, quien dijo allá por 1968 que era preciso fijarse en los realizadores que hacen cine con conocimiento de la historia del medio fílmico; porque también los hay que la ignoran. Podría defenderse entonces, así Fieschi, que la mejor exégesis de los Vampiros de Feuillade está en el Marienbad de Resnais, que las formas abiertas de Mark Sennett se perciben en el Weekend de Godard o que —si hablamos de hoy a través de Uzal— Chaplin está en Kaurismaki y Von Sternberg en Erice. En la anterior entrega de este blog, sin ir más lejos, hablábamos de la reapropiación de la remarriage comedy a cargo de nuestro Jonás Trueba.
A mí mismo me saltó a los ojos hace unos días una asociación más que plausible: la famosa escena en la que Lee Marvin arroja café hirviendo a la cara de Gloria Grahame en Los sobornados de Fritz Lang es citada y reformulada por Robert Altman en El largo adiós, cuando el mafioso que presiona a Marlowe rompe una botella de Coca-Cola en la cara de su novia y la deja desfigurada. Y conviene no pasar por alto la mirada que sobre el pasado del medio arrojan los realizadores y críticos que recurren al ensayo fílmico, a veces incluido en las ediciones críticas de Blu-Ray de los sellos más concienzudos: de Jean-Luc Godard y Martin Scorsese a Mark Cousins, pasando por Mark Rappaport o Tag Gallagher.
En su pieza, que tiene un carácter editorializante, Uzal no se olvida de la politique des auteurs que define la historia de su revista, diciendo con acierto que no debe entenderse como una apuesta por el personalismo ni con el culto mitómano a la personalidad. Por el contrario, los cineastas han de ser puestos siempre en su contexto. Y concluye:
«La política de los autores no consiste entonces en reducir la historia a los individuos, sino en preferir de entre todas las historias posibles, aquella que los artistas escriben, entendido el arte cinematográfico como el de la puesta en escena».
«Si ni siquiera se renovase la nómina de los cultivadores del canon clásico más tradicional, estaríamos peor de lo que estamos»
En el resto del número, las reflexiones de interés conviven con los inevitables llamamientos a la politización de la historia fílmica; destacan sobre todo las aportaciones de Paolo Cherchi (quien postula que la historia del cine es la historia de sus espectadores), Élodie Tamayo (que habla de una «historia potencial del cine» integrada por los proyectos que jamás llegaron a realizarse y las secuencias que nunca vieron la luz), Yal Sadat (quien se ocupa del western revisionista contemporáneo y de su lugar en la larga historia del género) u Olivia Cooper-Hadjian (en cuya pieza se aborda la chocante lista de mejores películas de la historia publicada por Sight & Sound hace dos años y se hace un llamamiento a la proliferación de clasificaciones variopintas como herramienta para el descubrimiento cinéfilo).
Dicho esto, la mayor parte de los espectadores permanecerá al margen de cualquier sofisticación historiográfica: les bastará con su enésimo Padrino o su eterna Casablanca. Bien está; si ni siquiera se renovase la nómina de los cultivadores del canon clásico más tradicional, estaríamos peor de lo que estamos. Y no estamos tan mal: podemos dedicar nuestro futuro a volver sobre el pasado y todavía nos faltará tiempo.