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Calaveras de tinta

by Marko Florentino
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El 8 de octubre de 1879 murió Anatole, el hijo de ocho años del poeta Stéphane Mallarmé. La causa pudo ser una endocarditis, pero el dolor del padre se vio acentuado porque se consideraba, él mismo, la causa de la enfermedad, por herencia. Es seguramente el dolor más insoportable, la pérdida de un hijo tan pequeño, tan desvalido, tan inocente. El poeta trató de combatir la intensidad del dolor mediante un largo poema que conservara el espíritu del niño, tarea imposible. Sólo consiguió reunir un desordenado conjunto de hojas sueltas con frases sin apenas ilación, como una fuente de palabras que gotean sobre la tumba del niño para mantener fresca su memoria. Es el célebre Pour un tombeau d’Anatole, «Para una tumba de Anatole», que más que una tumba es ya la ruina de la misma.

En sus colosales Memorias, que suman unas 12.000 páginas en los ocho volúmenes de la Pleïade, el duque de Saint-Simon escribió con una constancia religiosa la vida íntima de Francia entre 1691 y 1723. El manuscrito se conserva intacto en la Biblioteca Nacional francesa. La escritura es minuciosa, delicada, pura orfebrería. Posee una regularidad de marea oceánica, menos en una página. De enero a julio de 1743 interrumpió la escritura. En el manuscrito figura una línea divisoria dibujada con una especie de diminuto jeroglífico formado por lágrimas y cruces. Había muerto su mujer. Luego siguió la escritura otros miles de páginas.

El 25 de octubre de 1977 moría la madre de Roland Barthes. El escritor, absolutamente devastado, comenzó a escribir un diario al que se mantuvo atado durante dos años. Allí se preguntaba, una y otra vez, si debía seguir escribiendo o si ya no tenía ningún sentido hacerlo, con la diabólica culpabilidad de Adorno cuando maldijo la poesía que se escribiera después de Auschwitz. Pero ¿se puede dejar de escribir?

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Hay un tipo de escritor que comienza muy temprano (yo, por ejemplo, a los ocho años) y ya no deja de escribir ni un solo día de su vida. Son escritores psicopáticos para quienes las letras unidas por las frases, el río de la línea, como un entramado venoso, forma su sistema sanguíneo y su sistema nervioso. Sin esa oración diaria, el escritor tocado por el dedo de la locura, muere.

En su magnífico ensayo sobre la literatura y la muerte que titula Con la vida por detrás (Acantilado) ha reunido Antoine Compagnon su último curso en el Collège de France. Así compone una doble figura, el último curso de su vida trata de los últimos días, libros, autores, sus muertes y sus vidas después de la muerte, la figura concluye la conclusión. Y lo hace con un doble propósito, por una parte, proponer el fin de la escritura y de la literatura, y por otra, su finalidad. Un juego sobre la palabra «final» que en uno de los capítulos revolverá la ambigua frase de los clásicos, es decir, la de «los novísimos o las postrimerías», vieja contradicción teológica. Porque la última, la postrera, la que cierra una vida, puede también ser la novissima verba, la que acaba de nacer. El final puede muy bien ser el principio.

«La estrecha relación entre los artistas y el acabamiento del arte y de sus singulares obras, es en verdad emocionante»

Hay una gran cantidad de finales en este admirable ensayo, a veces toma la entidad de un libro, como la Vida de Rancé de Chateaubriand, su despedida en forma de biografía sobre el trapense Rancé, en la que cuenta sus propias tentaciones de reclusión y claustro. O el último de Sartre donde, sorprendentemente, se critica con dureza a sí mismo y de un modo lúcido, lo que aventó la furia de Simone de Beauvoir. La vieja sectaria le acusó de haberse dejado manipular por su secretario judío, Benny Lévy, y gritaba a quien quisiera oírla que aquel no era «su» Sartre. Preguntado por la violenta explosión de su antigua pareja, el viejo escritor sólo contestó que dormía muy apaciblemente

Por lo general, en este admirable estudio de Compagnon, sólo aparecen los grandes muertos franceses, los Chateaubriand, los Baudelaire, los Proust, los Malraux, los Gide, pero también forman parte (importante) del discurso algunos que, como Hermann Broch, han escrito páginas extraordinarias sobre la muerte, en su caso de Virgilio, o bien Rilke (la muerte propia), Henry James, Emerson. Pero no sólo escritores, también aparecen muertos o casi muertos de otros ámbitos, el viejo y magnífico Poussin, el anciano y deslumbrador Rembrandt de tiniebla dorada, el aguerrido Beethoven de los últimos cuartetos tan sordo a su propia tormenta, el héroe o quizás santo inventor Cézanne, el centenario Hokusai.

La estrecha relación entre los artistas y el acabamiento del arte y de sus singulares obras, es en verdad emocionante. No diré yo que los artistas hayan mirado con mayor hondura y con más decidido coraje a los ojos de la muerte que los dentistas, pongamos por caso, pero si puedo afirmar (y afirmo) que ambos, la Dama de las flotantes gasas negras y los artistas, se han cortejado, se han amado, han danzado, se han odiado, se han perdonado, han sucumbido la una en el otro y viceversa, pero sólo ella, la absoluta, la irremediable, ha sido capaz de interrumpirles en su tarea de todos los santos días. Eso sí, sólo unos días.



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