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Camilleri, cien años

by Marko Florentino
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Fue Borges quien advirtió sobre el hecho misterioso de la literatura. Y venía a decir cómo lo que ha surgido de la imaginación del escritor se convierte en la memoria del lector. Personajes, situaciones, lugares. Una memoria más poderosa y sugestiva que la de verdad, la de la vida misma. Si eso es así, qué decir cuando alguien inventa una ciudad imaginaria, y por los méritos y el reconocimiento que ese escritor alcanza, el nombre imaginado pasa a convertirse en el nombre real del lugar en donde había nacido tal escritor. Y ocurrió. Andrea Camilleri (Porto Empedocle, 1925-Roma, 2019) contempló cómo en 2003 a Porto Empedocle, Sicilia, se le añadía Vigàta. Y Vigàta, población costera de la provincia de Montelusa, era el escenario en el que transcurrían las 34, nada menos, 34 novelas dedicadas o protagonizadas por Salvo Montalbano, el comisario Montalbano.

La primera, La forma del agua, la publicó en 1994, el escritor contaba con 69 años de edad. No está mal para comenzar una carrera en el género. Pero venía de muy lejos. De dirigir obras de teatro, de autores como su paisano Pirandello, de Beckett, de Ionesco. Venía de su cátedra en Arte Dramático en Roma, de múltiples guiones, de su docencia en la dirección cinematográfica, de novelas y relatos, de géneros diversos, distintos y distantes. Venía de un gran éxito literario con La temporada de caza (1992), pero la apoteosis fue la irrupción de Montalbano. Rompió todos los límites.

El nombre era un homenaje de Camilleri a su amigo Vázquez Montalbán, y Montalbano, todo se queda en familia, una secuela del gran Pepe Carvalho. Los dos, mediterráneos, y esto es más que un dato geográfico. Un punto de unión era su pasión por la buena mesa. No pocos lectores de Montalbano habrán añorado compartir la mesa y los maravillosos platos de la Trattoria de Enzo y esa lección de ética gastronómica que significa, convertida en un rito, el profundo y venerado silencio mientras se disfruta de cada delicia, porque la gastronomía es un arte, no una necesidad para el bueno de Montalbano. Algo que le une, también, al ya citado en estas páginas, el griego Kostas Jaritos.

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¿Quién sino Montalbano no dejaría plantada a su propia novia genovesa Livia, la Nochevieja para asistir a la cena que ha preparado su devota asistenta Adelina  para gozar con sus geniales arancinis? Uno cree que Camilleri, en su extraordinaria vena irónica, llegó a sentir celos de su propio personaje, más que del personaje del actor, formidable, que lo interpretó en lo que hoy ya es una serie televisiva, clásica contemporánea, Luca Zingaretti. Tanto es así que en una de sus múltiples entrevistas, Camilleri confesaría: «Montalbano es un asesino en serie de personajes». Más que eso, Montalbano es un devorador de historias.

Camilleri, viejo comunista (de los de antes), le transmite a su personaje una cierta tendencia a indignarse con las múltiples injusticias sociales que se suceden en las novelas. No faltan todos los ingredientes clásicos de la novela negra. Aunque aquí, la luz y el sol del Mediterráneo —el mismo mar de Ulises— brillen con una intensidad que abruma. Corrupción política, intriga a raudales, la mafia local como aditamento o complemento, o protagonista de algunas de las novelas. La investigación, como un puzle que juega, bromea e intriga al lector, le acompaña a cada paso.

«Son 34 novelas que tratan de la condición humana, la intriga es la guarnición del plato principal: la vida a cada instante»

El carnaval de personajes que aparecen en sus páginas es tan felliniano como reconocible: comerciantes sin escrúpulos, especuladores inmobiliarios, conchabeo de burócratas, de ambiciones políticas y económicas, con supuestas oenegés benefactoras que trafican con inmigrantes, ilegales por supuesto. Casos que tienen en los celos, las pasiones amorosas, las herencias familiares, las venganzas, las envidias, las traiciones, el material del que están hechas las pesadillas de la vida cotidiana a la que se enfrenta el comisario. Casos que surgen, también, en barrios donde la sobrevivencia es la consigna. Son 34 novelas que tratan de la condición humana, la intriga es la guarnición del plato principal: la vida a cada instante.

Camilleri muestra cómo escribir de Vigàta, y de lo que allí sucede, es hablar del universo. Por mucho que, cada episodio, cada novela, se vista de una genuina y singular forma de vivir y de pensar, y de soñar, condenadamente siciliana. Otro de sus méritos. Junto a ese centón de gentes que entran y salen de sus páginas. Gentes que presentan un rasgo determinante a la hora de evaluar la obra literariamente hablando, como es el hecho de que cada personaje tiene una voz propia, una propia oralidad, una manera de expresarse única, personal. Y cómo no recordar al equipo habitual que acompaña a Montalbano en sus desordenadas —pero efectivas— investigaciones: el número dos de la comisaría, el ligón insaciable Mimí Augello, el leal y competente Fazio, el caos entrañable y lingüístico que es Catarella (Cataré), las citadas Livia y Adelina, el genial mala leche. Médico forense, Pasquano y sus intocables canollis y el buen amigo periodista de la cadena televisiva de Vigàta, Nicolo Zito, todos ellos, novela a novela, episodio a episodio forman una familia de la que uno no puede, no quiere separarse, porque son un soplo de vida. En medio de crímenes, de mentiras, de engaños, todos ellos añaden vida a la vida.

Uno se infiltra en sus páginas, en sus imágenes y le acompañan en cada conversación (llegaron a definir el lenguaje vigatés de estas novelas como camilleriano), en cada desánimo, en cada momento con una intensidad tan natural, tan verosímil, tan cercana, por qué no decirlo, sí, tan real que si lo piensas produce escalofríos tal capacidad literaria. Cuando murió Ernst Lubitsch, William Wyler le comentó a Billy Wilder: «No más Lubitsch», a lo que, parece, Wilder respondió: «Algo peor que eso, no más películas de Lubitsch». Eso es lo que uno sintió cuando Camilleri se fue y ya no habría más historias del gran, formidable escritor italiano.



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